Las dinastías

Mié, 30/03/2011 - 23:59
Como sociedad añoramos la monarquía. Echamos de menos a los reyes con sus capas de armiño, con la enorme bobería de sus conductas, en muchos casos, y por supuesto con el atractivo de hacer parte d
Como sociedad añoramos la monarquía. Echamos de menos a los reyes con sus capas de armiño, con la enorme bobería de sus conductas, en muchos casos, y por supuesto con el atractivo de hacer parte de universos que nos parecen rutilantes e inaccesibles. En un sinnúmero de actitudes se nota ese sentimiento de carencia. Por ejemplo, cuando nos dejamos descrestar, en lo nacional, departamental, comarcal, municipal o veredal, con la elección de una reina, coronada de cartón o de hojalata según sea el caso, a quien luego nos referimos, en los medios y a lo peor en la intimidad, con los más rebuscados adjetivos. Su alteza, la reina de todos los colombianos, su majestad y tonterías del mismo estilo hacen parte de la jerga de presentadores y locutores al describir a unas criaturas cuya única gracia reside en tener, cuando las tienen o se las han endilgado mediante el bisturí, medidas de 90, 60, 90. Dejamos notar cuanto echamos de menos a la realeza, con particular ahínco, en las elecciones. Basta recorrer la historia, o la prensa, para encontrarnos con dinastías que por una extraña herencia, avalada desde luego por un electorado muy poco crítico, han rondado desde hace tiempo el poder a veces con funestos resultados. En el parlamento, en los concejos, en las asambleas, en los ministerios, en las alcaldías, en las gobernaciones los apellidos tienden a repetirse, mucho más a menudo de lo que sería deseable, en un ciclo que no parece tener muy en cuenta la capacidad de los legatarios sino más bien su origen. La mejor profesión, en un país como este, es la de hijo, nieto o sobrino de alguien no sólo por tener el derecho de heredarlo en lo económico sino porque la sangre, como si tratara de un tratado de vampirismo, suele abrir esas puertas relacionadas con la conjugación de verbos como alcanzar, lograr o conseguir. La costumbre, que valdría la pena examinar para empezar ir conjurando males que han sido endémicos y confusiones tan peligrosas como la que se ha dado entre lo público y lo privado, se ha ido trasfiriendo, desde luego, a otros ámbitos de la realidad nacional. Por ejemplo, hace años, la dirección del reinado nacional de la belleza, ámbito monárquico si los hay, fue sujeto de una transmisión de mando de madre a hijo, como podía tal vez corresponderle en justicia a un asunto que se relaciona, y tanto, con la realeza. Pero en los últimos tiempos dicho antecedente empieza a contagiar las fundaciones de índole cultural y es así como ante la desaparición real o previsible fatiga o retiro de algunas figuras que se las inventaron y que las han dirigido, señeras y de indudable prestigio, sus hijos o nietos empiezan a relevarlas o a ser adiestrados para que lo hagan y a fungir de nuevos dioses, o diosas, del ballet, de la ópera y de otros campos. Si los inspiradores de dichas organizaciones tenían la mira de legarlas, cabe preguntarse: ¿Por qué no las constituyeron como empresas privadas desde el principio? ¿Será que es más seguro crear fundaciones, con responsabilidad limitada, pero a la hora de transferirlas jugar a que son propias y dejárselas a la familia? ¿Las juntas directivas de esas instituciones estarán de acuerdo con esas herencias o, por el contrario, por amistad o compromiso, hacen parte del contubernio? Si el heredero tiene las condiciones para heredar, santo y bueno pero que lo demuestre antes de hacerse con la institución; ahora bien, si se trata, como ocurre a veces en el ámbito político, de una dinámica familiar, de una traslación del poder por inercia o de un mecanismo para legar los pingues beneficios que se pueden llegar a obtener a través de una fundación se trataría de una perversidad. Cabe pedirles a los responsables de las organizaciones culturales, a sus juntas directivas, que se ocupen de pensar que los recursos de dichas instituciones, cuando reciben dineros del estado o donaciones de los particulares, deben equipararse a dineros públicos. Claro está, me responderán, que sí en el estado se han establecido las dinastías ¿Qué impide que las haya en el ámbito de las fundaciones culturales?
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