Ya que el Gobierno se decidió por la minería como la locomotora central de nuestra economía, sin reparar en señalamientos autorizados sobre lo riesgoso de apostarle a una actividad que se basa en la extracción de recursos no renovables, que, por consiguiente, es muy poco probable que sea sostenible a mediano y largo plazo, que genera poco empleo y de mala calidad, que deteriora el medio ambiente y pauperiza las comunidades de los territorios donde se ejecuta, no hay más remedio que velar por la optimización de los recursos que de ella se obtienen.
Por lo tanto, lo conveniente sería que en un solo marco normativo se reglamentara la minería y todo lo que tiene que ver con esta actividad. Pero parece que así no lo piensa el Gobierno. Con la nueva ley de regalías se ocupó de reglamentar su distribución mas no de corregir aspectos fundamentales relacionados con la obtención de estas. De haber tenido la voluntad de corregirlos, desde el comienzo de su mandato, mucha, pero mucha más mermelada, parafraseando al ministro de Hacienda, hubiera tenido para distribuir en toda la tostada nacional.
A la luz de este raciocinio, se le va haciendo tarde para poner coto al alto volumen de recursos que el Estado deja de recibir gracias al esquema de exenciones y deducciones tributarias que con la excusa de la confianza inversionista, y a pesar del desmonte de la deducción del 30 por ciento del impuesto sobre la renta por compra de activos fijos, viene beneficiando de manera extraordinaria a las compañías mineras. Expertos señalan que en 2009 las exenciones (1,75 billones de pesos) correspondieron al 49% de lo que pagaron por impuestos. El monto por regalías en ese período fue de 1,93 billones de pesos.
Ni qué decir del otro boquete que se le abre a las arcas estatales con el esquema de tasas de regalías por explotación minera que viene rigiendo, el cual, de igual manera, debe ser replanteado cuanto antes. Ya varias voces autorizadas conforman un coro que señala la inconveniencia de que dichas tasas se sitúen por debajo de los estándares del mercado, y que sean fijas en lugar de estar sujetas a los volúmenes de producción y al comportamiento de los precios internacionales de los minerales, como sí ocurre con las del petróleo. No es buena señal de la voluntad del gobierno para corregir tal situación el hecho de que sea de iniciativa parlamentaria un proyecto de ley que con ese fin cursa en el Congreso.
Pero es posible que haya más boquetes; por citar sólo uno, la baja tributación del sector minero, denunciada a fines de 2011 por el propio director de la Dian. En sus palabras, “el sector minero tributa menos de lo que debe”.
Seguramente, el efecto ilusionador de la cifra de 8,7 billones de pesos, cantidad inusual para distribuir en tan solo 2012, y que irá creciendo año tras año, mientras dure la bonanza, no ha dejado espacio para cuestionar el desgano del gobierno a la hora de emprender las acciones que se reclaman para ampliar los recursos provenientes de la minería.
Pero también es posible que el mismo efecto minimice la necesidad de llamar la atención sobre aspectos puntuales de la nueva reglamentación de distribución de esas regalías. Según esta, y como freno al consabido despilfarro que ha reinado al amparo de las nobles intenciones descentralizadoras de la Constitución del 91, la utilización de los recursos, que son propiedad de los entes territoriales, ya no será libre. Estará sujeta a la aprobación de proyectos presentados por esos entes ante un comité que se encargará de su evaluación. Muchas dudas surgen sobre la capacidad de municipios y departamentos para acertar en el diseño y la estructuración de los proyectos que han de presentar; para nadie es un secreto la precariedad técnica y de conocimientos de la mayor parte de nuestros entes territoriales, amén de los vicios de politiquería y corrupción que ha marcado a la mayoría. El gobierno aspira a que con la labor de fortalecimiento institucional de dichos entes, a cargo del Departamento Nacional de Planeación (DNP), baste para garantizar la idoneidad en la formulación de tales proyectos.
En último término, debería procurarse que además de soluciones sobre problemas puntuales se dé curso a la estructuración de proyectos orientados al desarrollo socioeconómico de municipios y departamentos, a partir de la identificación de su vocación económica (ejercicio que nunca abocamos seriamente y que ahora estará determinado por las ventajas comparativas que nos fijan los TLC), y la consiguiente generación de espacios de inversión reservados para capitales locales que desarrollen negocios enmarcados dentro de esa vocación y generen empleo para los habitantes de esos territorios. Esta visión del desarrollo permitiría que al darle salida a la productividad económica de los individuos, sean ellos mismos con sus intercambios comerciales y sus tributaciones los que produzcan los recursos que permitirán a municipios y departamentos abordar los problemas básicos que hoy solo pueden aspirar a ser atendidos con los escasos recursos estatales que la organización actual de la economía permite.
El gobierno tiene la opción de preparar mucha más mermelada y sacarle un mejor provecho.