No sólo son rápidos en la prosa de Tartt

Mié, 20/08/2014 - 07:52
El jilguero, novela de Donna Tartt, ganadora del premio Pulitzer y gran best seller de este año, ha sido sometida a duras críticas. Algunos han
El jilguero, novela de Donna Tartt, ganadora del premio Pulitzer y gran best seller de este año, ha sido sometida a duras críticas. Algunos han ido hasta llamarla una novela infantil, y un atentado al lenguaje. La historia comienza con la explosión de una bomba en el museo metropolitano de Nueva York. En un segundo, Theo Decker pierde a su madre y queda atrapado entre la ceniza, entre los vidrios rotos y la escoria. Pero no está sólo: un viejo agonizante, el señor bien vestido que hace algunos segundos había atisbado, le ruega que alcance ese cuadro de allá.  Es el óleo de un jilguero en una percha, atrapado por una cadenita, del genio holandés Fabritius. Cuando Theo lo alcanza, el señor y le da un anillo y una dirección. El cuadro y el anillo son lo único que le queda a Theo, este adolescente rebelde, que adoró a su madre y odió a un padre alcohólico, que acababa de abandonar a la familia. Theo, a la deriva, y con su cuadro robado, (que en la vida real está expuesto en la galería Frick de Nueva York), entra y sale de muchos mundos que Donna Tartt pinta con maestría: la aristocracia neoyorquina, los anticuarios y Las Vegas, en toda su vulgar magia y velocidad. En la pluma de Donna Tartt, detallada y vívida, el trayecto de Theo dura 771 páginas. Es un libro que consume, con un argumento rico y veloz que nos envuelve afectivamente, al dibujar tan tiernamente a este adolescente, sin dejar de arrastrarlo por mundos oscuros. Creo que la mayor virtud del libro es lo que le ha acarreado algunas malas críticas a Tartt: algunos dicen que esta novela no es más que una historia para niños que descuida el contexto, y que hace pretensiones enormes, no sustentadas. Le cobran muy caro que Theo, en su lenguaje casual de un estudiante de trece años use uno que otro lugar común. Tartt, por encima de todo, tiene la virtud de la narradora, que no para de asustarnos ni de encantarnos ni un solo momento, y nunca, entre tanta prestidigitación, deja ver su mano, la de una intelectual y estudiosa consumada. Pero Tartt, en los once años que se tardó en escribir sus 700 y pico de páginas, que ella misma describe como “un enorme tablero hecho al más mínimo detalle”, nunca se permite enseñar, o filosofar sin entretener. Yo llamaría a esto una gran generosidad narrativa, más que la democratización o la pérdida de nivel de la palabra. Ella es tan capaz de describir un tiroteo entre gángsters rusos tan meticulosamente como los trazos de un artista flamenco; es capaz de hacer que el mundo tras la explosión de una bomba, nos fascine igual que la trastienda adormilada de un anticuario. Lo raro es que hasta ahora estos críticos no han mencionado la profunda influencia que Proust parece tener en esta novela. Proust, quien se da los grandes lujos de pasar 30 páginas elucubrando sobre el adormecimiento…No es que Tartt haya querido re-escribir a Proust, una empresa fallida para el que se ilusione con eso, pero es como si debajo de las corrientes rápidas y apasionantes del Jilguero corrieran esas del arte y de la memoria, cuya combinación fue el genio de Proust. Hay, para mí, algunas grandes similaridades: ambas obras, el Jilguero, y À la recherche, se tratan de un niño que extraña a su madre y la busca. Y en ambas el arte trasciende el tiempo. Proust lo muestra, y Tartt lo declara, en la voz de Theo. Además, hay escenas en este libro cuya sensibilidad sólo puede provenir de alguien que haya sido modificado por la poderosa alquimia proustiana, como la casa de una viejísima heredera en el estado de Nueva York, cuyos muebles antiguos se iluminan uno tras otro al pasearse los rayos del sol de la tarde. O las descripciones de los amores de Theo, que muy a la Proust son menos cuerpos que pinturas, casi, trazos y facciones a los que les pasa cierta luz, ciertos momentos o ciertos colores: el arte como la única salvación al cruel transcurso del tiempo. Ambos libros son circulares, y vuelven al insomnio en el que comienzan, a una habitación que parece contener el tiempo en sí. Y a la vez Tartt es tan distinta, pues maneja el suspenso y la velocidad lo suficiente como para volver su libro una adicción. A los críticos de este magnífico, larguísimo y detallado libro me atrevo a decirles se dejen llevar por todas las corrientes que ofrece: los rápidos de un suspenso magistral, y las de una estética subyaciente.
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