Partido Verde ¿QPD?

Jue, 07/11/2013 - 19:42
Lo que mal empieza mal acaba. Esta máxima de la filosofía popular se ajusta perfectamente a la situación del Partido Verde, que la verdad no es partido ni es verde. Porque a pesar de los esfuerzos
Lo que mal empieza mal acaba. Esta máxima de la filosofía popular se ajusta perfectamente a la situación del Partido Verde, que la verdad no es partido ni es verde. Porque a pesar de los esfuerzos que hicieron muchos románticos y soñadores esta agrupación nunca pasó de ser un frente de micro organizaciones conformadas en torno a liderazgos parroquiales que jamás se pusieron de acuerdo para ser alternativa política frente a la politiquería tradicional, ni en asuntos estratégicos para el país que queremos quienes no creemos en el bipartidismo y sus corruptelas hijas de la idea de ver la política como negocio. Y de verde… puede que alcance a ser como los aguacates que no maduran. Pero como ambientalistas o defensores de la naturaleza ni siquiera se han estrenado. Fue un intento que sumaba valiosos dirigentes sin partido, que apostó ilusamente a la sinergia generada al unir esas voluntades renovadoras en busca de un destino común por una nueva forma de hacer política. Pero lo que dejó fue una frustración más. Por suerte para Colombia, porque a la luz de los acontecimientos posteriores habría que agradecerle a la Divina Providencia que evitó que Colombia hubiera entrado en esa fase experimental que han padecido países vecinos cuando han apostado a la alternatividad. Hoy hay que decir menos mal el Partido Verde no llegó al poder y que mi Dios es muy grande porque ya se puede adivinar lo que habría sido este partido en temas de coherencia y cuál hubiera sido la suerte del país ante la estela de improvisaciones y manipulaciones politiqueras que no logró superar este proyecto oasis. Algo así como lo que sentimos quienes militamos en la izquierda de los setentas y damos gracias a la vida porque nunca llegó al poder ninguna de esas organizaciones sectarias, vanguardistas o caudillistas del extremo izquierdismo que pululaba por la época. Lo mismo que sienten quienes se arrepienten de haber impulsado a los sandinistas a tomarse el poder para haber terminado en situaciones dramáticas de falta de democracia y de injusticia social que poco y nada tenían que envidiarle a la dictadura de Somoza. Eso que sienten quienes se preguntan sobre la suerte de Colombia si hubiera llegado al poder Tirofijo, o Jacobo Arenas o Fabio Vázquez Castaño o Pedro Vázquez Rendón. Hoy, mal que bien el presidente Juan Manuel Santos ha logrado que el país se mantenga en un  nivel de antidemocracia y de exclusión predecible. Es decir, no han empeorado las cosas. Incluso la traición a su exjefe Álvaro Uribe lo corrió un poco hacia la democracia que buscaban los verdes y contra todos los pronósticos no continuó la línea de derechización y autoritarismo de su antecesor. En honor a la verdad se ha portado como un demócrata burgués y no como un facho, un déspota o un dictadorzuelo que era lo coherente con su promotor Álvaro Uribe. Lo cierto es que esta organización fugaz pretendió nacer de la suma de sentimientos antiuribistas y estuvo a punta de tocar el cielo pero se desinfló como tenía que ser. Como lo explican las leyes inexorables de la física que sostienen que lo que se vuelve espuma y sube, se diluye si no hay un elemento que lo solidifique. Y en este espejismo había mucho de materia prima, pero faltaba lo sustancial: La grandeza que requiere la dirigencia de un partido que pretende encabezar un proceso de cambio real frente a la endeble democracia colombiana y ante las insatisfechas necesidades básicas de las amplias masas populares. Nadie discute el progresismo urbanístico y el enfoque moderno sobre calidad de vida que encarna el exalcalde Enrique Peñalosa; no existe prácticamente alguien que no admire el concepto ético de lo público y de cultura ciudadana que  simboliza el exalacalde Antanas Mockus; casi nadie cuestiona el sentido social que representa el excalde Lucho Garzón; y mucho menos se pone en duda la nueva forma de hacer política del exalcalde de Medellín, Sergio Fajardo. Pero lo que si dejaron ver todos ellos es que les falta pelo p'a moño. Ninguno de ellos estuvo a la altura del sueño de la Ola Verde. A todos estos respetables y admirables exalcaldes les quedó grande el país en esta coyuntura. A unos más que a otros, pero les faltó grandeza para sintonizar con las expectativas de esa mayoría de colombianos que sueña con que un día una tercería, una fuerza inconforme con el bipartidismo y sus secuelas, se distinga realmente de las practicas políticas tradicionales que imperan desde hace más de medio siglo y se decida a llegar al poder para hacer las grandes transformaciones que se requieren para que Colombia salga de ese letargo político, que gracias a Dios no ha terminado en experimentos tipo Venezuela con su Chávez y su Maduro, para solo mencionar uno de los casos desafortunados en que terminan las reacciones a la indolencia e irresponsabilidad de las clases políticas tradicionales en estos países tercermundistas. El Partido Verde nació mal porque aunque sumaba las extraordinarias voluntades de los exalcaldes que se distinguían por ejercer con una percepción ética y eficiente, tuvieron que juntarse alrededor de una de las prácticas clientelistas que más odiaban, la de buscar un aval al precio que fuera para ejercer su personería. Conscientes de que jugaban con candela terminaron en manos de uno de los fabricantes de avales al que todo el mundo teme pero necesita. Uno de esos personajes que no se sabe bien qué tanto interés tiene en la política o en los negocios. O si la política es otro de sus negocios. Porque aunque viene del M19, Carlos Ramón González es el dueño y señor del Partido Verde gracias a que Antanas, Lucho, Peñalosa y Fajardo aceptaron en su momento pertenecer a un partido que tenía escritura pública, pero firma privada. La urgencia de las elecciones para enfrentar al uribismo y a su entonces candidato Juan Manuel Santos no dejó tiempo para ver la importancia de no quedar en manos del maniobrerismo típico de estos empresarios de la política. Por eso no es raro lo que ha pasado con el Partido Verde, porque al final de cuentas el dueño puso las condiciones y ante la inminencia de perder el umbral optó por encontrar una fórmula de fusión con los progresistas del alcalde Gustavo Petro, llevándose de calle hasta sus propios estatutos. Unirse a los progresistas no era malo. Hubieran podido hacer alianzas con sectores independientes y alternativos y buscar coincidencias filosóficas con varios de ellos. Hubieran podido generar un proceso de acercamiento con demócratas y gente de trayectoria social  que se rebela contra la clase política, pero pudo más el muñequeo y las maniobras del dueño de partido. Los Fajardistas lo intentaron, los Antanistas aún creen que pueden y Peñalosa quedó en medio de dos aguas porque por un lado, no quiere regalarle el espectro verde a Petro, mientras que por el otro, su mano derecha, el representante Alfonso Prada optó por ir en apoyo del presidente Santos en su proceso de reelección. Así las cosas el Verde ya no es ni la sombra de lo que fue. Y ya se puede escribir una tragedia más de los demócratas colombianos. Se confirma una vez más que cuando no se le apuesta al proceso se esperan los milagros, que cuando no somos capaces de construir un proyecto dependemos de las coyunturas y las oleadas de la historia. Los Fajardistas se estrellaron contra la voluntad de Carlos Ramón González y se largaron. Los senadores y representantes terminaron por seguir en busca de salvar su curul al precio que sea. Los concejales como Antonio Sanguino, críticos de la administración Petro, quedaron en la misma recocha en la que mientras Lucho se va con Santos, en la mejor muestra de incoherencia, deja a su hijo en la lista de la cámara en la nueva Alianza Verde con los progresistas de Petro. Al mejor estilo de los gamonales condenados por parapolítica que saben dejar a sus esposas o hermanos en sus curules. Tal vez lo coherente es lo que hizo el representante Alfonso Prada, que dijo sí la sal se corrompe apague y vámonos. Decidió apoyar a Santos porque cree que el presidente es el que ha seguido la línea de los verdes, como sí para sacudirse del uribismo hubiera tenido que tomar el programa de su rival Antanas Mockus. Con deficiencias pero ha desarrollado el programa verde, o por lo menos en gran parte y en todo caso no el uribista. Pero Prada además con la lógica de las amas de casa decidió que lo que no sirve, que no estorbe y se lanzó a meterle la estocada final a este moribundo partido. Su apuesta es a que los verdes pierdan su personería por incumplidos y marrulleros. En su demanda ante el Consejo Electoral demuestra con lujo de detalles cómo se violaron los estatutos para casi todo, para la forma de convocar el congreso, para escoger los delegados y para decidir la fusión con sus nuevos mejores aliados. El Consejo Electoral se verá en calzas prietas para no caducar la personería verde ante la mano de irregularidades demostradas por Prada. Y Carlos Ramón la tiene difícil para demostrar lo contrario de lo que denuncia Prada. Ahí si tendrá Prada que acuñar aquella famosa frase cuando le pregunten por qué  dejó a los verdes: "Yo no me fui, ellos se quedaron", porque el representante verde está seguro de que el sueño verde no vive en la Alianza Verde y ahora más que nunca cree, como muchos colombianos que los verdes hoy le pueden dar cartilla en materia de oportunismo e incoherencia a los partidos tradicionales. Sentido pésame para los colombianos que ven cómo se mueren sus ilusiones reformadoras. Y justo ahora con los vientos de paz que se hubiera requerido que el partido de los exalcades no hubiera descansado en paz tan joven.
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