“El hombre moderno sufre de un tipo de pobreza del espíritu, que se encuentra en marcado contraste con su abundancia científica y tecnológica”. Martin Luther King
Los seres humanos, en especial lo más civilizados, se lanzan en grandes discursos en los que exponen y teorizan sobre las nociones de tolerancia, igualdad, misericordia y otras tantas loables virtudes que merecen adhesión, admiración y aplauso.
La aplicación de estos valores que parecen arraigados profundamente puede estar, más bien, condicionada por los vaivenes del tiempo y sus circunstancias; por ejemplo, bajo tortura y con el ánimo de conservar la vida, bienes y familia podemos cambiar, al menos de apariencia cuando no de obra. Otro caso es el de aquellos que truecan sus principios por prerrogativas monetarias, poder, votos, posición o favores del príncipe de turno. Los políticos y sus áulicos son expertos en esta camaleónica transformación, bien conocido es. Aquí no nos extenderemos sobre los casos citados anteriormente; nuestro objetivo es el caso en el que bajo presión de nuestros instintos desnudados –puestos al estado primario– por la rabia, el miedo o el dolor afloran aquellos demonios que no creemos nuestros o que hemos guardado sigilosamente, condenado al ostracismo en nuestras mentes. ¿Qué tan sólidas y enraizadas son, entonces, nuestras convicciones? ¿Son estas meramente circunstanciales? Cuando la mente se exacerba surge ese diablo tan oculto e inconfesable que por allí muy interiormente anida. “Pobretón hp” le gritó recientemente, arrogante e indolente, un actor a un vigilante que custodiaba un supermercado bogotano porque este lo conminaba, con o sin razón, a limpiar los vómitos que su compañera aparentemente alicorada había desparramado por el piso del establecimiento. La frase no es anodina, se trata de una recriminación que el insultador de marras lanzó al modesto celador por su condición económica. Seguramente consultado en la calma y sin el fragor del hecho, este señor negaría cualquier intención de humillar al cancerbero por su condición financiera; sin embargo, al calor de la acción lo dijo, según se escucha claramente en el video ad hoc grabado por un cliente del lugar. “Mostró el cobre”, se diría en lenguaje coloquial, o más bien: dejó traslucir aquello que con tanto celo guardaba (¿ocultaba?) su mente y que las circunstancias de enervamiento permitieron que emergiera. Y este no es caso aislado, a menudo escuchamos, como supremo argumento, desprecios muy similares: “Marica hp” dicen aquellos que se precian de tolerantes y no homofóbicos; “Negro hp” gritan irritados esos que juran a los cuatro vientos ser adversos al racismo; “Indio hp” berrean encolerizados esos que dicen defender las comunidades étnicas; “hasta pobre debe ser ese hp”, escuché una vez a alguien decir con exaltación y no menos arrogancia. Hace pocos días leí un anodino comentario en una red social en donde alguien desaconsejaba a sus amigos poner los rizos de sus cabezas en manos de un peluquero negro y mayor de 40 años; sí, suena a chiste, pues no lo era tanto. Y ni para qué recordar aquellos que esgrimen como contundente argumento “usted no sabe quién soy yo”. La lista de estas sandeces es tan larga como desafortunada. A notar, entre otras, aunque sea tangencialmente, que la utilización de “HP” como adjetivo para componer toda suerte de ofensas, es también lamentable; ¿acaso, a quien por infortunio le correspondió una tal filiación merece descrédito o es culpable de su nacimiento en una cuna de esas condiciones? Es harina de otro costal, pero vale la pena apuntarlo. Pareciera que los seres humanos tolerantes en el discurso, cuando son llevados al extremo por sus instintos exacerbados muestran sus realidades malguardadas de pensamiento. El improperio súbito y espontáneo es revelador, cargado de semántica: denota lo verdadero y genuinamente cogitado. Es que todavía, así la plática a flor de boca sea diferente, sigue siendo mal visto ser negro, homosexual, judío o, en general, poseer cualquier marginalidad; como si todos no fuéramos, en algún aspecto, marginales, así lo hemos desarrollado en anterior artículo. En lo que deberíamos tener consenso es que ser pobre es un mal. La pobreza, y particularmente la extrema, es el fracaso de una sociedad que no ha conseguido erradicar este flagelo; porque obra como prueba fehaciente de que la justicia social y la repartición justa de la riqueza no ha logrado beneficiar equitativamente a todos. Otro cantar es discriminar y acusar a quien padece esta condición, acusarlo por esa “culpa” que arrastra sin haberla buscado, ni menos merecido. Como si se escogiera ser pobre: por desaventura se nace así condenado; excepción hecha de algunos ascetas o masoquistas que renuncian a todo, y no hablo de los votos de pobreza de los religiosos que de todo tienen menos de pobreza, solo son votos, deseos etéreos: viven, como bien se conoce, con intenciones y aspavientos de estrechez pero con comodidades y panzas arzobispales. Es como si no hubiera una verdadera convicción, sino mera aceptación de algo que se considera teóricamente que debe ser bueno, que es políticamente correcto, algo a lo que se obliga racionalmente al intelecto, pero que en el fondo carece de real convencimiento; como un acto de cortesía, de entendimiento social, de relacionamiento adecuado y utilitario. Tal vez y como medida indulgente, resignarnos con modestia a admitir que somos seres de ideas versátiles, duales a lo Jekyll/Hyde, incoherentes ante el tiempo y las circunstancias, y entonces aceptar con tristeza lo que recientemente me decía mi buena amiga J: somos ángeles y demonios... en la misma cápsula.