Alfonso Gómez Méndez, planteó ayer en su siempre sesuda columna de El Tiempo, el eterno dilema democrático que contiene la dicotomía filosófica y política entre presidencialismo y parlamentarismo. Es necesario recordar que la más protuberante diferencia entre ambos sistemas, es que el jefe de Gobierno en el presidencialismo, lo elige el pueblo directamente. En el parlamentarismo, es el Congreso quien formalmente elige la cabeza de gobierno del partido o la coalición que haya sido escogido por el pueblo para gobernar.
Básicamente, el profesor Gómez fundamenta la inviabilidad del sistema congresional sobre una premisa: "es difícil concebir un sistema parlamentario entre nosotros por la sencilla razón de que no existen partidos organizados y serios." Y no le falta razón. En Colombia no hay partidos serios.
A primera vista parecería mejor que la gente elija directamente su Presidente. Sin embargo, no hay duda que la mayoría de las crisis políticas en las que nos hemos visto sumidos durante la mayor parte de nuestra vida democrática, habrían sido superadas rápidamente -ahorrando mucha saliva y letras- si nuestro sistema fuera parlamentario y no presidencial.
Basta imaginar qué habría pasado en un sistema parlamentario, ante la crisis de la toma del Palacio de Justicia. Quizá, pasada la toma, el Gobierno hubiera tenido que disolver el Congreso y convocar a nuevas elecciones, en caso de que el pueblo hubiera refrendado el mandato de Belisario con una copiosa votación a favor de sus listas, enseguida se habría dado un veredicto democrático sobre su proceder, y no habríamos pasado décadas dilucidando si fue políticamente correcto haber ordenado la toma militar. Desde luego, mucho menos habría juicios políticos contra los militares ni se habría invertido la noción de culpa entre el M-19 y las fuerzas del orden. También hubiera podido pasar lo contrario, y todos los procesos, con las pruebas frescas, se habrían surtido de una vez, sin este largo y doloroso vía crucis que no ha permitido el perdón verdadero ni ha facilitado la reconciliación total.
El proceso 8.000 por ejemplo, en cierto punto de la crisis, habría obligado a Ernesto Samper a convocar a nuevas elecciones. Hay que recordar que hubo días en que nos acostábamos suponiendo que amaneceríamos con otro presidente. Si Samper, al año de su mandato hubiera podido obtener una victoria aplastante en las urnas, y luego el Congreso, con sus mayorías aumentadas, le hubiera confirmado el mandato, enseguida se habría puesto a gobernar -en vez de a defenderse como le tocó- y el tema habría quedado sumido en la historia. De lo contrario si hubiera perdido, también habríamos pasado la página y se habría elegido un nuevo gobierno sin traumáticos procedimientos parainstitucionales como los que se intentaron por doquier.
César Gaviria también habría podido pedir al pueblo que definiera si su manejo del apagón y de la guerra contra Pablo Escobar fue correcto. Y a Barco, seguramente al revelarse su enfermedad, se le habría podido escoger un sucesor sin que tuviéramos en nuestra historia un brumoso capítulo, sobre el que nadie habla, en el que el poder presidencial lo ejercieron de facto Germán Montoya y Gustavo Vasco; por cierto, con excelente desempeño… aunque bien pudo no ser así.
La epítome de los ejemplos, sería afirmar que el parlamentarismo resulta muy adecuado para un país de escándalos como Colombia, donde la prensa cobra cada vez una función política más notable por el vacío de respuestas automáticas del sistema, como las que daría un sistema congresional. Sin embargo, volvemos al "pero" de Gómez Méndez, y es ahí donde quiero plantear la reflexión: El dice que los "partidos serios" son un requisito previo para que el parlamentarismo funcione. Yo creo que es al contrario. Los partidos no son serios porque su existencia está desnaturalizada al no tener una incidencia real en la vida republicana. Si de los partidos dependiera el gobierno, si desde los partidos se surtiera la suerte de la nación, la dinámica propia de sus responsabilidades les haría cobrar mayor altura ante su función, porque el pueblo se involucraría en la política, ya no cinco minutos el día de la elección presidencial, sino en la dinámica permanente de la democracia, que no es otra que la concepción, funcionamiento, estructuración ideológica y democracia interna de los partidos.
El sindicalismo, el estudiantado, los gremios, los grupos de presión, las ONG, los artistas, las minorías y todos los segmentos de la sociedad, buscarían un espacio en los partidos políticos y se someterían a la democracia interna sin la apatía actual que es cómplice de su mediocridad y de la ausencia de vigor institucional. Así, las listas a Senado, los candidatos a Asambleas, Concejos y Ediles serían seleccionados mediante un proceso interno que seguramente no permitiría autocracias ni caudillismo, pues la fortaleza surgiría de la pluralidad.
Otro aspecto de capital importancia se desprende, tal como afirma Gómez Méndez, de que nuestras instituciones se "inspiraron principalmente en los revolucionarios franceses, pero no adoptaron el sistema político galo sino el presidencialismo norteamericano" y que seguramente por eso, aunque "...toda la vida política y administrativa gira alrededor de la figura presidencial, el Parlamento no ha tenido el peso que tiene el de los EE. UU."
Quizás la gran falla, al adoptar el presidencialismo americano, estuvo en que se acogió un modelo bipolar, porque si bien somos un estado presidencial, funcionamos -solitarios entre las democracias del mundo- en un esquema centralista. En los Estados Unidos el federalismo lleva a que la democracia sea igualitaria y horizontal, y ese sentido de igualdad entre los estados que surge del concepto básico y supremo de "no taxation without representation" (No imposiciones sin representación) Causó en los EE. UU. un equilibrio entre el poder presidencial y el legislativo, que impide a cada poder invadir los terrenos del otro. De paso, facilita la majestad de la justicia que obra como garantía y catalizador del estado ante la sociedad, todo lo cual enaltece la democracia.
Si nuestro sistema fuera un estado federal y parlamentarista, el Congreso sería el epicentro de la democracia, los partidos presentarían mejores candidatos y los congresistas, que serían elegidos con mayor rigor, a su vez defenderían comprometidamente sus sectores sociales y regionales desde una órbita de representación definida. Seguramente todo fluiría mejor y no habría una oligarquía nacional que presuntuosamente se autodenomina "clase dirigente" pero sí tendríamos dirigentes de mejor clase.
Por ejemplo: Estoy seguro de que en un sistema parlamentario, donde el liderazgo se construyera con resultados desde la política en el Congreso, y no ante las revistas de farándula y los medios, ya el profesor Alfonso Gómez Méndez habría gobernado a Colombia, para beneficio de nuestra historia.
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De otro tema: Carlos Enrique Soto, senador de 'la U' radicó un proyecto de ley que permitiría a los funcionarios públicos participar en política. Nada más saludable que desmontar -ojalá de un tajo- la forma hipócrita de ver lo que en el mundo entero es normal: Que los funcionarios políticos hagan política. Pretender que no, ha llevado a todo el sistema a posar de lo que no es, también a drásticas sanciones por conductas que son connaturales a la democracia.