Profesiones Vs Artes y Oficios

Jue, 10/10/2013 - 06:40
“Comadre ya tiene sus tres hijos doctores, ¡Bendito sea Dios. La felicito!”
Frases como esa simbolizan uno de los esfuerzos colectivos má

“Comadre ya tiene sus tres hijos doctores, ¡Bendito sea Dios. La felicito!”

Frases como esa simbolizan uno de los esfuerzos colectivos más importantes del siglo XX colombiano. Todavía hoy se considera un ascenso social cuando una familia de estrato socioeconómico dos o tres, logra, a través de sacrificios inenarrables, que sus hijos coronen lo que se ha considerado la llave al progreso y el despegue social de un núcleo familiar: hacer que sus hijos se gradúen como profesionales. La premisa es correcta. Sólo a la educación se puede atribuir el derrumbamiento silencioso de las barreras sociales en las comunidades occidentales y en casi todas las otras. A principios del siglo XX, era un privilegio estudiar y quienes lo hacían se convertían en iconos de sus comarcas. Aún en Bogotá, quienes estudiaban en las pocas universidades disponibles, o volvían del exterior con un diploma, eran considerados inmediatamente los “mejores partidos” y sus nombres se popularizaban con respeto y orgullo en la comunidad. Los gobiernos liberales hicieron mucho en el siglo XX por incrementar el acceso a la educación. La creación de la Normal Superior y la llegada de decenas de buenos profesores europeos que huían de la guerra, robustecieron nuestra infraestructura educacional. Las familias colombianas respondieron ante las mayores oportunidades y desde entonces, cada padre y madre de familia no ve para sus hijos mayor realización que colgar en el mejor sitio de la casa un buen diploma de médico, abogado, ingeniero, economista o administrador de empresas. Es la verdad. Quienes analicen las pocas estadísticas de la época y comparen los índices de desarrollo de Colombia con naciones como Malasia, Indonesia o Corea, a principios de 1900, no comprenden fácilmente qué nos pasó si para entonces nuestros indicadores macroeconómicos flotaban kilómetros por encima de los de esos países cuya pobreza y subdesarrollo los asimilaba al medioevo europeo, mientras hoy nuestra ubicación con respecto a ellas es inversa, aunque en menor desproporción. La respuesta es sólo una y se descubre al analizar año por año, a que rubro se dedicó la mayor parte de su inversión pública, con respecto a nosotros. El secreto es: Educación. Los “ tigres asiáticos “ deben su despegue socioeconómico a la inmensa proporción de su esfuerzo fiscal dirigido a educar y formar su gente. Nos alcanzaron y superaron en la misma medida que duplicaron, triplicaron y centuplicaron su inversión en educación. Es vital hacer notar hasta qué punto nuestro flaco esfuerzo educacional contiene un error, con respecto a quienes han usado la educación como herramienta de éxito, pues en Colombia a la gente se le ha instruido en profesiones clásicas, pero no se ha fomentado ni subsidiado el aprendizaje de oficios como tampoco se ha estimulado el perfeccionamiento de la mano de obra vocacional. Hemos ido por un camino correcto educando nuestros hijos, pero el Estado no ha fijado derroteros porque no sabe que quiere poner a hacer a la gente. Hay demasiados ingenieros y pocos maestros constructores bien calificados. Los planos estructurales de los edificios son perfectos, pero la calidad de la obra terminada no revela el mismo preciosismo. Nuestros diseñadores industriales son muy creativos, pero el mueble diseñado debe ser confeccionado cuatro o cinco veces para llevarlo a estándares de calidad tipo exportación. No se forma a la gente para aprender a hacer capital. Hay cientos de profesionales sin empleo y miles trabajando en oficios instintivos. Y el error de rumbo no se corrige. Muy pocas universidades premian la iniciativa individual o colectiva en procura de tener éxito económico. Se incentiva a los pensadores y filósofos en ciernes, o los jurisconsultos precoces, pero a los empresarios se les mira con el recelo fruto de ese complejo flagelante de la moral católica con respecto al éxito y al dinero, dentro de cuya ética la pobreza es virtud y la riqueza el camino hacia el infierno. Hay núcleos sociales que por el contrario rinden culto al éxito material, incluso lo entienden como derivado de esa semejanza entre Dios y el hombre. El asunto es sólo de lógica elemental: Si el regalo de Dios era hacernos a su imagen y semejanza, pues no debía ser a semejanza de un Dios raído y harapiento, sino de uno esplendoroso y rozagante. Para ser magnánimo, generoso y  virtuoso, no es necesario estar muerto de hambre. Por eso los Judíos, los Arabes, los Catalanes y en nuestro medio, los Paisas, son gente de éxito. Porque en sus medios el éxito es un ejemplo al prójimo y un homenaje a Dios, pero sobretodo, porque sus padres y abuelos les han enseñado esa noción de empresa y esa vocación de prosperar que nuestras universidades, escuelas y el propio ministerio de educación están en mora de señalar como una senda loable, rentable y conveniente para la nación, que -lejos de darnos pena- debería enorgullecernos. Cuando entendamos esto, colectivamente, daremos un salto -como los “ tigres “ de Asia- en nuestro Producto Interno Bruto y por lo tanto en nuestra calidad de vida. Pero sobretodo se perderá ese panorama vergonzante de miles de profesionales mendigando en cola ante políticos y funcionarios para engancharse y pudrirse de viejos en la nómina oficial. Muchos creemos en ese ideal: un estado pequeño y fuerte, mientras la nación empresarial produce, empuja y tributa para el desarrollo. @sergioaraujoc
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