Qué culpa tiene el tomate/ si está tranquilo en la maaata/ y llega un gringo hijueputa/ lo mete en una caja/ y lo manda pa´ Calcuta.
Más o menos eso era lo que decía una de las canciones protesta que mis hermanas mayores –y yo siguiéndolas, por supuesto, y mi mamá tapándose los oídos– oían y coreaban a todo pulmón, mientras se llenaban de tubos la cabeza. No sé quién la compuso o quién la cantaba, pero tengo el pálpito de que, quienes fueran, hoy día la adaptarían fácilmente a la historieta de Jorge Elías González, el campesino tolimense que, además de labrar la tierra como San Isidro Labrador Quita el Agua y Pon el Sol, ejerce un oficio difícil de nombrar y de creer.
Se trata del radiestecismo –sí, don Jorge Elías es radiestecista cuando no está cultivando su parcela–, algo así como el hipnotismo de la naturaleza. La mira a los ojos, la marea con un péndulo en movimiento y la pobre, ¡plas!, en menos de lo que canta un gallo cae redonda cual gallina hipnotizada. Y, entonces, no llueve.
Y, entonces, estalla la tormenta en la opinión pública porque el humilde señor tiene la osadía de cobrar por poner en práctica los conocimientos y las creencias heredadas de sus antepasados. ¿No declara, pues, la Constitución del 91 que Colombia es una nación multiétnica y pluricultural? Luego ser radiestecista, sea lo que sea que la palabreja signifique, es constitucional. Lo que se traduce en que abortar aguaceros es legal, gústenos o no. Y recibir honorarios por ello, igual. Máxime si el trabajo ha sido efectivo como lo fue el del llamado chamán, en la clausura del Mundial Sub 20 de fútbol y en la posesión del presidente Juan Manuel Santos.
Por hechicería, por casualidad, por suerte –cada uno es dueño de sus supersticiones–, la realidad fue que las nubes aguantaron las ganas mientras se llevaron a cabo ambos eventos. Pero, desmemoriados –olvidamos los mandatos multi y pluri de La Carta–, desagradecidos –subestimamos a una persona que cumplió con la “asesoría técnica” para la que fue contratada–, y chismosos –del presunto detrimento patrimonial de 1.900 millones de pesos en pagos no justificados, pasajes internacionales, doble contratación, impuestos, etcétera, los medios se pegaron del ítem más insignificante y sonoro: el de los 4 millones de pesos cancelados al exótico meteorólogo–, queremos ahora pedirle cuentas y ponerlo a voltear por Contraloría, Fiscalía, Procuraduría.
Si le pagaron con dineros públicos –¡qué barbaridades no se hacen en este país con los presupuestos oficiales!–, si a la señora del Teatro Nacional se le trabaron los cables del Iberoamericano de Teatro y la Copa Sub 20, si al presidente se le olvidó que en su día “el chamán” también estuvo hechizando el cielo que lo cubría (a propósito, ¿se sabe cómo se financió la visita que Santos realizó a los Mamos de la Sierra Nevada, el día que estrenó la banda tricolor?), no son asuntos que competan a Jorge Elías González. Qué culpa tiene él, si, como el tomate, estaba tranquilo en su mata: un rancho de bahareque, rodeado de pantano, en la vereda Picachos, cuya única vía de comunicación con Ibagué lleva un año cerrada a causa del invierno.
Allá han ido a buscarlo desde hace tiempos, cuando la Constituyente puso de moda a minorías que en el papel respetamos y en la práctica irrespetamos; de allá lo han sacado con espejitos –que se sepa, Fernán Martínez Mahecha no es su representante–, lo han llevado a Bogotá a codearse con lo más granado de la sociedad capitalina, le han revestido sus prácticas de argumentos antropológicos que él no conoce ni le importan, lo han vuelto artista de circo: ¡No se pierdan la mujer barbuda!, y, después del show, si-te-vi-no-me-acuerdo.
El escándalo está servido y la intelligentsia criolla quema fusibles rebuscando en viejos tomos, nombres y fechas que puedan dar fe de su erudición. Lo han comparado con Armando Martí, con López Rega y hasta con el mismísimo Rasputín. No hay derecho a tanto manoseo. De un lado, los agüeristas: los que consultan videntes, siguen las instrucciones del horóscopo, se hacen leer las líneas de la mano, el iris, el fondo de la taza del chocolate. De otro, los esnobistas: aplauden cualquier cosa o persona que esté de moda, incluyendo un tomate de vereda. De otro, los naturalistas: estudiosos, promotores y practicantes de las alternativas ancestrales. Y del otro, los escépticos: los que piensan que fuera de la ciencia exacta no hay salvación. Es posible que los del montón –yo, por ejemplo– no encajemos en ninguna de las esquinas del cuadrilátero; por no creer en verdades absolutas; por otorgarle a todo el beneficio de la duda.
Y acorralado contra la lona, a punto de K.O., el radiestecista de marras –un pobre hombre que lo único que ha hecho es hacer lo que le piden y dice saber hacer–, convertido en bufón de la galería, saca fuerzas de donde no las tiene, para defenderse de tanto pugilista de ocasión. Ahí estamos pintados.