Reputación, Enaltecimiento, Humillación

Dom, 19/05/2013 - 01:06
Reseña crítica del libro “ Las reputaciones ” de Juan Gabriel Vásquez
“¿No decía alguien que

Reseña crítica del libro “ Las reputaciones ” de Juan Gabriel Vásquez

“¿No decía alguien que un hombre exitoso  es simplemente alguien que ha encontrado la manera de disimular un complejo?” J.G.V.

Una corta novela, de lectura atrapante, que se devora en poco tiempo con la voracidad que impone el tema y el ameno estilo característico de Juan Gabriel Vásquez: Las reputaciones. Y por interesante que parezca la trama, esta solo es un pretexto –como en las buenas novelas– para adentrarse y proponer un sujeto de reflexión, ese mismo que anuncia el título. Es el tema del último y muy reciente libro de este escritor colombiano, de quien Vargas Llosa no hesitó en decir: “Una de las voces más originales de la nueva literatura latinoamericana”. En un estilo ora de diálogos, ora de rememoración del pasado, ora de prosa efectiva, ora de crítica social y política, el escritor salpimienta la narración, en tercera persona, con ribetes poéticos que refrescan el escrito y motivan la lectura; a guisa de ejemplo: “Era un día de sol, un sol fuerte y seco y raro en esta época del año, y las puertas de la casa estaban abiertas de par en par. Por encimas de sus cabezas corría un fantasma de viento, audible en las hojas de los eucaliptos, en los quejidos de las ramas largas”. Javier Mallarino, el protagonista de la novela, es un hombre muy afamado en el ámbito nacional colombiano, y más particularmente en el bogotano de principios de la segunda mitad del siglo XX. Un importante caricaturista a quienes todos temen y a quien, para evitarse caer en desagracia, los políticos adulan y buscan su aprecio en favor. Mallarino es un hombre probo, recto y poco dado a la vida social e insensible a la lisonja. Su existencia es sencilla y su vida afectiva –la conocida– volcada hacia dos mujeres: su hija y su mujer, a pesar de que esta última haya prescindido de su compañía y la primera poco solícita sea. A los sesenta y cinco años, después de una admirable carrera de cuarenta años el país sucumbe de admiración a sus sátiras caricaturescas; es respetado y no menos recelado. Reconoce, y se jacta, de haber sido en su oficio insultado, amenazado, declarado persona non grata, pero arguye: “las caricaturas pueden exagerar la realidad, pero no inventarla. Pueden distorsionar, pero nunca mentir”, y parece hacer suyas las palabras de un colega: “en este país uno solo es alguien cuando alguien quiere hacerle daño”. Justifica su profesión y actuar con brío e ironía: “lo importante en nuestra sociedad no es lo que pasa. ¿Vamos a dejar que solo nos lo cuenten los políticos? Sería un suicidio, un suicidio nacional. No, no podemos confiar en ellos, no podemos quedarnos con su versión. Nos toca buscar otra versión. La de otra gente con otros intereses. La de los humanistas”. Realidad vigente en nuestro país y no menos en el mundo. A manera de homenaje y “lambonería” –según sus propias palabras– recibe una importante distinción de reconocimiento, en un evento al que asisten personalidades del gobierno, de la prensa y de los diferentes estamentos del país. En ese ágape y mientras se departen plácemes, el caricaturista concede cita a una mujer que se dice periodista; días después la recibe en su casa de habitación en las afueras de Bogotá –ciudad que Mallarino tilda de: la inelegante, malencarada, tosca y la Apenas sudamericana–, y en ese (re)encuentro evocará parte de su historia que lo dejará tambaleando por los caminos del recuerdo impreciso, de la duda, del peso del pasado, de la culpabilidad no asumida: y su vida cambiará. No develemos parte de la trama que el lector descubrirá seguramente con placer, contentémonos con comentar que esta mujer es en cierta manera un campanazo a su consciencia aletargada por el paso del tiempo, la celebridad e influencia que lo ha rodeado. El plato fuerte del libro es la reflexión a que, sin querer, lo conduce esta mujer y que trata del tema de la reputación de los demás: esa que está en manos de todos en general a través de un decir, de una sugerencia, de un guiño, de un chiste, de una caricatura y que puede ensalzar o hacer caer en desgracia a alguien. Y cuán grande el sentido de responsabilidad entre más alto se esté en la escala social, en cuanto de más credibilidad se goce. El tema acometido es lejos de ser intrascendental: la reputación de alguien: ese distintivo que nos pertenece, nos identifica, pero que tan frágilmente bambolea al ritmo de los actos de uno mismo, pero también de las gestiones benevolentes o malintencionadas de los demás. Es la reputación el prestigio de nuestras propias marcas, lo que nos coloca en la picota pública, ignominiosa o laudatoria al vaivén de los intereses o voluntades de los otros. Quienes circunstancial, fortuita o insidiosamente se erigen en nuestros jueces manosean, manejan, elevan, destruyen nuestra reputación. Un creí que, pensé que, supuse que, adquiere gran importancia; a colación el meticuloso bailaor Antonio Gades a quien se le atribuía la frase: “un bailarín que se cae en escena, en el piso se queda”. La reputación es algo similar: una vez derribada difícilmente puede ser resarcida más tarde. Homo homini lupus. Así como quien gana reputación es ensalzado –es el caso de Mallarino–, al opuesto, quien la pierde es humillado; sobre este último hecho también se implica la novela de Vásquez, citemos algunas frases ilustradoras del propósito: “Toda humillación necesita un testigo. No existe sin él: nadie se humilla solo: la humillación en soledad no es humillación.” Para añadir luego: Solo una cosa le gustaba al público más que la humillación, y era la humillación de quien ha humillado”. A título de colofón transcribo, no sin antes invitar a la lectura de este estupendo, crítico y aleccionador libro, un diagnóstico de nuestro país al que presta voz el caricaturista de nuestra novela: “...al hombre se lo había tragado el olvido. Nada sorprendente, por otra parte, en este país amnésico y obsesionado con el presente, este país narcisista donde ni siquiera los muertos son capaces de enterrar a sus muertos. El olvido era lo único democrático en Colombia: los cubría a todos, a los buenos y a los malos, a los asesinos y a los héroes, como la nieve en el cuento de Joyce, cayendo sobre todos por igual. Ahora mismo había gente en toda Colombia trabajando con tesón para que se olvidaran ciertas cosas –pequeños o grandes crímenes o desfalcos o tortuosas mentiras–, y Mallarino podía apostar a que todos, sin excepción, tendrían éxito en su empresa”. Amén.  
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