Sin temor a envejecer

Mié, 25/01/2012 - 09:02
 Así que aquí estoy yo, mujer de casi 62 años, envejeciendo con gran placer. Una aclaración: no quiero romantizar a la vejez. Siempre me opondré

 Así que aquí estoy yo, mujer de casi 62 años, envejeciendo con gran placer. Una aclaración: no quiero romantizar a la vejez. Siempre me opondré a cualquier esfuerzo por romantizar en cualquier forma la experiencia humana. Desde el nacimiento hasta nuestra muerte todos encaramos profundas dificultades. No creo en infancias siempre felices, en juventudes felices, en uniones sin conflicto, en vejeces de gran felicidad. No. Me fascinó leer cuentos de hadas pero nunca creí en la felicidad de la última página. Un mal final para un buen comienzo.

Para muchos, una mujer de 62 años es una anciana. Aquí, en este país donde vivo, en Colombia y en todo el mundo. Nunca olvidaré el título de un artículo en uno de nuestros diarios colombianos hace muchos años -ese tipo de titulares que aparece al final de la página de las noticias locales- algo sin mucho interés: “Anciana de 60 años es atropellada por un carro en el centro de la ciudad” Mi padre, quien vivió hasta casi los 91 años, se rio a carcajadas cuando se lo leí.

— ¿Qué seré yo, entonces, mijita? —, contestó con ironía. — Cuando un carro me atropelle, no van a tener palabras para describir quien fue el herido o el muerto — .Allí fuí yo la que se rio.

Siempre, desde que recuerdo, me han fascinado los viejos. Siempre los he encontrado físicamente bellos –y a los que he tenido la oportunidad de amar y conocer o simplemente oír u observar– los podría describir con las mismas palabras que el director de la película “Biutiful”, Alejandro González Iñárritu, usó en la dedicatoria a su padre: Hermosos y viejos robles. Todos, hombres y mujeres, viejos o envejeciendo, como nos está pasando a todos los seres humanos, nos estamos convirtiendo en algo tan complejamente hermoso como lo fuimos en la infancia, la juventud, la edad madura.

 ¿Por qué, por qué, por Dios, siempre me he preguntado, ese prejuicio contra la vejez? Porque, cada vez que le doy una tarjeta de cumpleaños a una colega profesional de mi edad (61) o mucho más joven, casi siempre me encuentro con la misma respuesta en inglés (vivo en Estados Unidos) o en español: “Ay, me estoy poniendo tan vieja! ¡Ay, ya voy hacia el descenso! ¡Ay, que horror, otro cumpleaños!” Etcétera, etcétera…

Y yo, a los 61 años, les puedo decir con toda honestidad que me gusta envejecer. Talvez esa sensibilidad hacia la hermosura de la vejez se gestó desde muy pequeña cuando viví en profunda intimidad física y emocional con mis abuelos maternos: una casa de por medio y la niña que era yo, tocaba a la puerta y me adentraba en el mundo fascinante, en la esfera mágica de la vejez. Dos seres ancianos -en mi percepción de niña, compartían conmigo cuentos más interesantes que los que yo leía en el colegio. Cómo olvidar la hermosa cara de mi abuelo, sacando una inmensa lupa de una inmensa caja de madera para que yo pudiera ver “bien de cerca, mijita, como si estuvieras allí,” el círculo rojo en el mapa de Europa donde la palabra París parecía flotar en el aire. — Repite conmigo: París, París, París. Bella ciudad —, decía el hermoso viejo que tenía tantos cuentos para contar que yo pronto supe que nunca se acabarían. — La llaman “La Ciudad Luz” —, añadía él, y yo, que fascinada por el viejo mapa, por las manos del hombre que tocaba el papel como si lo estuviera saboreando; yo, absorta por las figuras de color café claro y oscuro que cubría sus manos como si un pintor abstracto las hubiera dibujado, nunca le pregunté la razón por ese nombre: La Ciudad Luz. Otro día, pensaba la niña que era yo, otra razón para un cuento… Y Lo mismo sucedía con mi abuela: Su bella cara llena de arrugas, ella siempre vestía de luto riguroso. Cuando finalmente se dejó de teñir el pelo, su cabeza blanquísima me hacía imaginar una nieve nunca vista. Siempre vestida de negro. Negro y Blanco. Mágico contraste. En su casa, casi pegada a la mía, cuando por miedo a la oscuridad dormía con ella, en esos momentos del despertar súbito, lo único que veía claramente como si tuviera una luz interna era su blanquísimo cabello. Dos hermosos y viejos robles que forjaron los cimientos de mi eterna pasión por la vejez. Afortunada fui, pienso yo. Una de esas experiencias que te hacen pensar como dice uno de mis favoritos cantantes poetas que “hay veces que la vida nos besa en la boca.”

Sin romanticismos lo digo: Envejezco con placer, con orgullo, con agradecimiento por estar aquí en este extraño pero extraordinario mundo. Consciente de como mi energía ya no es la misma de hace 10 años, consciente de que mi cuerpo cambia radicalmente casi cada día. Pero ese cambio es bello, pienso yo, como es el cambio que veo en las caras de tantos seres amados, los que están en la quinta, sexta, séptima, octava y novena década. (Porque no quiero ni tocar el tema de quienes se sienten viejos ¡en la segunda, tercera y cuarta década!)

Veo los profundos cambios de mi cuerpo. Yo misma, viendo las arrugas de mi cara y de mi cuello, caminos construidos por mi propia historia, me admiro ante la fortaleza del cuerpo humano.

Momentos, experiencias acumuladas que me recuerdan siempre de algo que le oí a un viejo en el subway de Nueva York: Un extraño, andando de carro en carro repitiendo estas palabras: “we are mandated to remember, we are mandated to remember” -un anciano, bien vestido, de pantalón y camisa “de marca.” “No parece loco, “le oí decir a una pasajera,- viendo al hombre de saco y corbata gritando a la multitud: ¡Estamos obligados a recordar! De loco no tiene nada, señora, quise decirle a mi compañera de silla, pero preferí observar silenciosamente a mi profeta. ¡Oh, lo que uno ve en los túneles de Nueva York! Tantas experiencias de las que pudiera escribir, tantos diamantes en bruto mostrando su brillo en medio del ruido, de las multitudes, de los malos olores, de las ratas enormes escondiéndose entre los rieles de esa torre de Babel subterránea que es el subway neoyorkino. Una vez fue una niñita sola, íngrima, vestida de ángel, con alas y todo, esperando a alguien o quizás a nadie. De vez en cuando sueño con ella… Esta vez fue otro viejo diciendo la verdad. Otro hermoso y viejo roble, otra aparición. Otro recuerdo paradisiaco para seguir envejeciendo con el placer de saber que a pesar que la vejez es en las palabras del poeta Donald Hall, “Una ceremonia a las perdidas,” también es una ceremonia a los incontables recuerdos y a la sabiduría que sus experiencias nos ofrecen, una ceremonia al testimonio personal de nuestros complejos cambios corporales y emocionales, una ceremonia a la búsqueda continua e infatigable hasta la muerte de nuestra propia verdad. Por terrible o maravillosa que esta sea, es la nuestra. La única que podemos tocar y acariciar y conocer y perdonar, sí, de pura verdad.

Y es principalmente por ese deseo incansable de querer decir mi verdad, deseo que se ha multiplicado con los años, que amo y respeto mi viaje hacia la vejez.

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