Sobreviviendo entre crédulos y escépticos

Sáb, 22/08/2015 - 04:27
Si algo detesta el ser humano es no comprender los hechos que a diario le acaecen; cuando su exigüidad de razón y conocimiento no logran apaciguar sus inquietas neuronas, trata de obviar tal molesti
Si algo detesta el ser humano es no comprender los hechos que a diario le acaecen; cuando su exigüidad de razón y conocimiento no logran apaciguar sus inquietas neuronas, trata de obviar tal molestia inventando un sistema de creencias y leyendas, que colmen y expliquen sobrenaturalmente su curiosidad innata. Es este el origen de las supersticiones, de los pensamientos mágicos, de las religiones. Conceptos estos, poco diferenciables, que se encajan naturalmente como muñecas rusas. Organiza el humano su cuotidiano alrededor de un sistema de valores rector de su comportamiento y ordenador social de su vida comunitaria, garante este –espera– de la adecuada convivencia y, por ende, de su supervivencia individual y colectiva. El problema, por supuesto, radica en la escogencia de los elementos de ese sistema y de la manera como se administran y de quién los debe manejar. Cada cual se dota, entonces, de un sistema de valores que emanan de la educación recibida, del entorno frecuentado, del medio cultural y socio-económico en el cual haya evolucionado, pero también, y esto es lo que la ciencia ha descubierto en los últimos tiempos: como consecuencia de la carga genética que se posea. Ya los biólogos comienzan a advertir que, así como ocurre con las propensiones hacia determinadas fortalezas fisiológicas o enfermedades, también nuestro pensar está imbuido y marcado por los genes. Heredamos más de lo que a primera vista se observa, hay tendencias hereditarias hacia determinado tipo de acciones, sentires o filosofías. Tema que dará a la humanidad para mucho tiempo de análisis y debate, dado que trastabilla algo que de base consideramos cierto: el sacrosanto concepto de libre albedrío del que tanto nos ufanamos, y el que, por supuesto y bajo esta premisa, quedaría en entredicho; estaríamos más predeterminados en nuestro actuar de lo que hemos venido considerando. ¿Cuáles valores y creencias son las adecuadas? ¿Pueden estas ser universales? Espinosa respuesta sobre la que la humanidad entera ha trabajado, guerreado, entrematado y establecido por las buenas y muchas impuestas por la fuerza. No hay todavía una respuesta correcta que satisfaga a todos, tal vez la única es dejar que cada cual crea en lo que desea, eso sí con tal de que no trate de imponerla a los demás, la tolerancia debe ser la única práctica que prevalezca. Creo que hay algunos valores “inamovibles” que deben guiar la sociedad, más como modalidad de ordenamiento y sensato pacto de entendimiento social que como pilares de veracidad absoluta, estos son –como mínimo: la libertad, la democracia, la bondad y la ley. Claro, estos tienen bemoles y múltiples declinaciones. Porque, ¿Acaso una ley injusta (ie. apartheid) debe acatarse? O, por ventura, ¿la democracia impuesta como se ha intentado en algunos países dictatoriales musulmanes ha dado buen resultado? Tal es la incertidumbre que reina aún alrededor de los valores que nos rodean y que por ende considerarlos universales sería rayano en la utopía. Algunos de esos valores están inscritos en nuestro código genético, ya lo hemos comentado. ¿Cómo exigir concordancia y consenso a todos los individuos por igual? ¿Se puede pedir responsabilidades o temperamentos no criminales al asesino potencial que lo es congénitamente debido a sus cromosomas XYY? Seguramente la respuesta la tienen los avances biológico-científicos. ¿Cómo pretender que muchos humanos no crean en creaturas sobrenaturales, como dioses, cuando importantes investigadores como Matthew Alper nos advierten que estos dioses están incrustados en rincones de nuestros cerebros y que han incluso servido en el proceso evolutivo como mentirijillas de utilidad motivacional y de esperanza? Aquí la respuesta seguramente está en la educación y en las dosis de estudio que cada cual dedique a transformar y reencauzar estas primarias tendencias. Así las cosas, biológica y/o culturalmente hay cerebros más proclives a adoptar cualquier rumor o creencia, otros están más predispuestos al escepticismo. Los primeros, en general, hijos de la ingenuidad, cuando no de la ignorancia, y los segundos, frutos del análisis y el racionamiento. Llevados al extremo, ambos son desatinados y hasta paranoides. Los escépticos cuando se tornan empedernidos, herederos superlativos de Pirrón y Montaigne, dudan de todo: creen, por ejemplo, que la llegada del hombre a la luna es una engañifa estadounidense, están convencidos firmemente de que hay una conspiración internacional para espiarnos; cámaras ocultas en los televisores rastrearían todos nuestros movimientos para consignarlos en enormes bases de datos para que los Estados y las multinacionales ejerzan control y mercantilismo. Para esos mismos Elvis Presley, Hitler, Jim Morrison, Michael Jackson, John Lennon no han muerto, sólo patrañas orquestadas. De otra parte, los crédulos se dan más a las religiones, esperan vidas eternas, se desgañitan algunos en púlpitos salvíficos haciendo que esa verdad “absoluta” que poseen sea compartida. Creen que su felicidad es universal y sus creencias las únicas ciertas. Son usualmente caldo de buen cultivo para charlatanes, políticos y cantamañanas de cualquier pelambre. Se llega a exabruptos como el del hombre que pasa buena parte de su tiempo persiguiendo a Neil Armstrong para hacerle jurar sobre su biblia que sí marchó sobre la luna. Este insulso personaje confiere credibilidad a las fábulas bíblicas, pero desconoce los medios que anunciaron la llegada estadounidense a nuestro satélite natural. Ineludiblemente nuestro instinto gregario, que hace de nosotros imposibles Crusoes, nos obliga a tener que fiarnos de los demás, a creerles a pesar de las decepciones y de la desconfianza que puedan causarnos. ¿Cómo no confiar en un medicamento o un alimento que ha sido fabricado por empresas de objetivos pecuniarios? Los consumimos y creemos que nos harán bien. Así como también seguimos confiando y erigiendo líderes salidos de los políticos que tantas veces nos han desilusionado. La practicidad nos obliga a depositar confianza en algo o alguien. Estamos imposibilitados por nuestra vida social a ser escépticos totales o crédulos a ultranza. Es cuestión de supervivencia. Entonces que el “laissez faire, laissez passer” nos alumbre sensatamente en buena amalgama de permisividad, pero teniendo claro que el permitir que cada cual entronice y adore sus ídolos privados no significa que todos sean correctos; los hemos de consentir como ademán apropiado de tolerancia, y en la medida en que estos no entorpezcan el desarrollo de los nuestros, del progreso, de la libertad. 3
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