"El universo es una infinita suma de azares, o, si miramos el tapiz por el reverso, una rigurosa red de causas y efectos"
Piedad Bonnett
Es común que la especie humana proponga como explicación a su diario acontecer interpretaciones que llenen su necesidad de entender la causa de su suerte o infortunio, y para ello lanza fácilmente afirmaciones que satisfacen su anhelo de conocimiento: “Todo ocurre por algo”, “Las cosas suceden por algo”. Connotan tales frases el concepto bien anclado de destino, esa “mágica” noción que pone en manos de “alguien” las causas de su devenir, pero que con su predeterminismo inherente niegan el libre albedrío, irresponsabiliza a los seres humanos de sus actos e ignora los principios físico-químicos que rigen el universo (por desconocidos que sean aún muchos de ellos). Los mayores impulsadores de tan propagada conjetura son las religiones, así estas nieguen tal proceder sin revisar que sus doctrinas encierran substancialmente este propósito. Algunas posturas teístas tienen carices, por demás inverosímiles, sustentadas con gran audacia intelectual y al amparo de los atributos que le confieren a sus dioses. Tan fantasioso imaginario, tejido por siglos, continúa rampante cebando los vacíos existenciales de los seguidores de deidades, que los proveen del necesario sustento sicológico para su cotidiano vivir. Entre estos desmanes, amerita atención la premisa según la cual “todo lo que sucede, sucede por algo”, no interpretada como una relación causa-efecto, sino entendida como la sujeción de todo lo existente (materia, hechos, ideas) a un designio divino, según el cual cualquier evento estaría calculado y sería pieza de una muy precisa planeación, así esta escape al raciocinio. Simpática teoría, que reposa sobre fundamentos de milimétricas profundidades. Veamos. Si algo sale bien es porque ese dios lo quiso, y si acontece mal, pues ídem. Facilista y siempre cierta la proposición de marras, ocurra lo que ocurra; los testaferros de dios tienen con esta coartada tautológica siempre las de ganar. Han definido los milenarios fabricadores de ensueños, para su conveniencia y explotando las fragilidades del género humano, un ser dotado de incontables superlativos que han acuñado a imagen y semejanza de sus aspiraciones, del trascendental modelo que saben que nunca alcanzarán, de la proyección de sus ontológicas frustraciones. Ese dios ataviado de atemporalidad, todo lo sabe y lo conoce, desconoce la noción de pretérito y de futuro. Es una entelequia que sólo posee Presente y en virtud de ello lo sabe y lo conoce todo. Tiene entonces un don de omnipresencia, consecuente con su propia manufactura –entiéndase aquélla que se le ha atribuido–: conoce el futuro de sus siervos a quienes creó a su imagen y semejanza, pero de un nivel inferior –ni más faltaba fabricarse competidores–, y sin superlativos, como no sean los del sufrir en este valle de lágrimas que estableció para su dudosa satisfacción. Se vislumbra el entuerto de “quién creó a quién”, pero esto considerémoslo harina de otro costal. Sus siervos deben presentarle ofrendas, recrearle con ritos, postrársele sumisamente, humillarse para expresarle su temor, y en virtud de la frecuencia y tenor de estos actos les concede favores. Se podría pensar, y aquí radica el intríngulis, que este ser supremo cambia a veces de parecer, que su Presente no es absoluto pues no es inmutable. ¿Bajo que circunstancias cambia su celestial Presente? Claramente en función del grado de relación que el vasallo mantenga a través de la oración, de las buenas acciones, del seguimiento estricto a sus normas, de la reverencia y acato a sus representantes, de la propagación que de su reino y nombre haga. Esos siervos pueden hacer cambiar el rumbo preestablecido en el plan divino, incluso de manera radical y causar que en un trance magnánimo surja un viro asombroso, que se produzca algo de apariencia imposible, que contradiga cualquier tipo de plan. Esta es la noción de milagro, el cual es, pues, una alteración de la realidad que contradice el Presente divino, que caprichosamente se permite este creador-legislador. Si por definición, la voluntad única de este ser le es conocida desde siempre ¿cómo puede cambiar en función del suplicante, relegándose a subjetivos y circunstanciales cambios, impropios de su altísimo y probo cargo? Demasiado humana se muestra la deidad y en notoria contradicción, pues esto significaría que Todo no hacía parte de su Presente, que este cambio milagroso o leve fue improvisado y que no era conocido por él desde siempre. Falla, entonces, la deidad en su conocimiento del Presente y por ende de su encargo. Una alternativa, excusadora de la irregularidad detectada, podría avocarse: en realidad la divinidad conocía esta “excepción” que su divino parecer habría de permitirse, con lo cual se salva su noción de Presente. Sin embargo, algo falla aquí también, pues la deidad se comportaría con argucia engañosa, al hacer creer a sus piadosos clientes que hubo excepción, cambio de parecer, cuando en realidad sólo se ejecutó un devenir del cual él tenía conocimiento desde la eternidad. Bien podría el beneficiario del milagro interrogar su candidez para concluir que tal salvedad no existió, que sólo se ejecutó lo que ya estaba previsto desde siempre; un engaño divino. Podríamos continuar por siglos –como ha venido ocurriendo–, con desperdicio de tiempo y de intelecto en este tipo de bizantinas presunciones, pero, ¿no es ya hora de abandonar el intento de dilucidar estos metafísicos enredos tendientes a entender la intrincada administración celestial? Algunos (muchos) nos negamos a ello, por un elemental motivo: habríamos de abandonar las herramientas de la razón y adoptar las de la fe, esas que para imponer peregrinas verdades niegan el raciocinio y hasta tildan este último de soberbio. Quienes estén dispuestos a acoger como base de reflexión estos exóticos mecanismos que impiden analizar, que aniquilan la razón, que introducen dimensiones fantásticas, pues que lo hagan y bien es su derecho, pero que no intenten adoctrinarnos y menos aún imponernos su simplista pensar que con insolencia y no menos imprudencia equiparan al elaborado fruto de la razón y la lógica. Entonces, ¿Todo lo que pasa, pasa porque debe pasar? Insustancial pregunta que sólo tiene interés como juego de palabras, diremos los cartesianos; “Los designios de dios son inescrutables”, responderán los otros. Se tardará mucho en modificar las creencias de estos últimos que no admiten explicación científica, azar, evolución e infinitud del universo (de su materia, su energía, sus factos, sus dimensiones, del tiempo) que son justamente las variables que conjugadas explican el porqué de lo que pasa. Preferirán ellos el sencillismo interpretativo, que es el fruto axiomático de las tribulaciones del hombre que lo impelen a subyugar su intelecto ante protectoras deidades que socorran su humana debilidad y expliquen sus conocimientos en ciernes.