En mayor o menor medida, todos tratamos de conocer el mundo que nos rodea, motivados por las míticas preguntas acerca de quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos. Sin embargo, para la mayoría de la gente, el interés por una región o un aspecto del mundo supone inmediatamente el descarte de una región mucho más grande, y de un número tal vez infinito de aspectos que relegamos al olvido. Escoger la carrera de médico implica no escoger todas las demás, y la simple decisión de ir a la universidad ya es en sí un descarte de otros tantos miles de opciones. Hasta un punto, por supuesto, la elección es ineludible, por el simple hecho de que no poseemos el don de la ubicuidad, pero no es menos cierto que algunos intentan abarcar muy poco, que otros intentan abarcar mucho, y que Emanuel Swedenborg intentó abarcarlo todo.
Por eso demoró hasta el día de su muerte la elección de un oficio o una carrera, lo que explica la absurda lista de oficios que se le suele atribuir en las biografías. Swedenborg fue científico pero también fue relojero, fue poeta pero también fue maquinista, fue teólogo pero también carpintero. Y la clave de sus intenciones no está en haber sido todo eso, sino en no haber sido nada exclusivamente. La diferencia es la misma que hay entre ser muchos hombres a la vez, como lo describió Borges, y ser un hombre orquesta, entre saber un poco de muchas cosas, y saber mucho de una sola cosa: todo.
Y esa posición respecto al mundo, que tantos padres y madres suelen llamar diletantismo o simplemente falta de “sentar cabeza”, eventualmente le valió a Swedenborg una especie de remuneración concreta, o tan concreta como puede llegar a ser remunerado uno que no se dedicó a nada en especial, o a todo en especial. En medio de una noche lluviosa, en un hotel de Londres del año 174 5, Swedenborg tuvo una visita inesperada, un hombre vestido de túnica púrpura que lo venía siguiendo hace unos días, y que le manifestó, sin demasiados rodeos, no ser otro que Diosito santo, o su manifestación humana, para ser exactos.
Y Dios le contó lo que siempre quiso saber: cómo era el mundo, y cómo era el ultramundo, y cómo eran el cielo y el infierno, noticias que Swedenborg anotó debidamente en un libro llamado Arcana Coelestia, hoy accesible en librerías y discotiendas cerca a ti. El libro no se leyó demasiado, como era de suponerse, y tampoco desmotivó a Swedenborg de continuar su múltiple labor hasta el día mismo de su muerte.
Que la causa de Swedenborg haya sido de entrada una causa perdida es un detalle sólo relevante para el médico, el dentista, el abogado, el banquero o cualquier practicante de esos oficios que causan la nostalgia por la patria y demás sentimientos menores. A cualquiera que se haya conmovido con un libro o con un cuadro alguna vez, a cualquier asiduo creyente de cualquier religión, a cualquiera que se haya enamorado de un objeto cualquiera, le es dado apreciar el espíritu de Swedenborg, y le es dado tomar ejemplo.
Emanuel Swedenborg
Mar, 29/01/2013 - 10:51
En mayor o menor medida, todos tratamos de conocer el mundo que nos rodea, motivados por las míticas preguntas acerca de quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos. Sin embargo, para la ma