De cara a la muerte

Jue, 03/02/2011 - 09:00
Todo comenzó con una persistente carraspera en la garganta. Después, un cansancio anormal por las tardes que lo obligaba a dormir siesta. Como sería el malestar que accedió a ver al doctor. Much
Todo comenzó con una persistente carraspera en la garganta. Después, un cansancio anormal por las tardes que lo obligaba a dormir siesta. Como sería el malestar que accedió a ver al doctor. Muchos hombres como mi marido, Enrique, se resisten a pedir direcciones, tienen que manejar el control remoto de la televisión y nunca van al médico. Pero en este caso Enrique accedió a acudir a la consulta, lo cual ya era un mal síntoma. El médico ordenó un MRI, un estudio del cerebro basado en la resonancia magnética. Cuando Enrique, confiado, fue  a recoger los exámenes, el doctor salió de su consultorio, otro síntoma de anormalidad, y le dijo que esperara, que tenía que hablar con él. Ahí si, toda la sangre le bajó a los pies y tuvo una convulsión. En la mayoría de los casos un tumor en la cabeza se manifiesta inicialmente con una convulsión, episodio que siempre lleva a pedir ayuda. El diagnóstico de Enrique, cáncer en el cerebro grado IV, glioblastoma multiforme. Le quedaba un año de vida si se hacía el tratamiento de radiación y quimioterapia.  Pero este tipo de cáncer no tiene cura, el tratamiento solo retrasa la muerte. Cuando oímos el veredicto en boca del médico después de una biopsia, que mas pareció una autopsia, la reacción fue estrepitosa. Llanto incontrolado; horror; miedo. Los dos primeros meses me convertí en una autómata. No pensaba en nada sino en el cáncer que me llenaba todos los espacios de tiempo, con visitas al hospital semanales para control neurológico, muestras de sangre, orina, radiación seguida por quimioterapia. No pude volver a trabajar. Todos los momentos mi mente y mi cuerpo estaban violentamente invadidos por una palabra: cáncer, y por una frase: se va a morir. Al tercer mes reaccioné y me convertí en enfermera y chófer, administrando drogas contra la hinchazón del cerebro, la quimioterapia, las poderosas medicinas contra las nauseas, observando y anotando las convulsiones diarias en la boca, lengua y mejilla. Fui testigo mudo de su desespero buscando curas alternativas en internet con ayuda de mi hija. Esto me rompía el corazón, yo sabía que si hubiera cura esta habría sido ya adoptada por la comunidad médica. Además, duro para el bolsillo, encargando todo tipo de hierbas por internet, caras e inútiles. Un año duró la agonía tal como se había pronosticado desde un principio. Inconscientemente, yo había asumido una máscara de buen humor, siempre a su lado,  echando chistes, acariciándolo, dándole gusto  y cuidándolo como a un bebé. Tuve tiempo para elaborar el duelo y cuando murió, unido a la tristeza, tuve un sentimiento de alivio. Enrique había dejado de sufrir. Al estilo tan colombiano por estar tan acostumbrados a la violencia, pensé: “Menos mal que no murió de una enfermedad crónica, que no haya durado años en agonía como en la múltiple esclerosis o inválido como consecuencia de un derrame cerebral”, de la misma manera  que le decimos a la víctima de un robo: “menos mal no te pasó nada a ti”. En las enfermedades autoinmunes como la esclerosis múltiple o el lupus, el cuerpo se destruye a sí mismo, deteriorándose cada vez más durante el transcurso de años, sin que las neuronas se afecten. El enfermo es consciente del horror año tras año. En estas condiciones los enfermos duran veinte, treinta años, y la familia es testigo y esclava de la enfermedad hasta que llega el lejano pero inevitable fin Y en cuanto a la muerte súbita ¿Cómo será la muerte violenta de un hijo, producto de una bala perdida? ¿Un infarto súbito e inesperado, donde de un día para otro el mundo se vuelve al revés? ¿O un secuestro que es la muerte en vida? Dos días antes de morir, Enrique despertó de su inconsciencia. “¿Tienes miedo?” “No” me respondió. “¿Estás listo”? “Uno nunca está listo para esto” fueron sus últimas palabras. Le aseguré que los niños y yo estaríamos bien, que se podía ir tranquilo, que nunca lo dejaríamos de querer. Volvió a caer en la inconsciencia. A los dos días murió rodeado por toda la familia. Cada uno de nosotros le había agarrado un miembro, una mano, un brazo. La respiración se dificultaba. En un momento dado abrió los brazos liberándose de todos nosotros y en el siguiente suspiro murió. Afortunadamente no lo mataron aquel lejano día en que le hicieron el paseo millonario y al final lo botaron en un potrero con $5.000 para el taxi. Afortunadamente nos pudimos despedir.
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