En poco más de dos décadas, Perú ha tenido doce presidentes y ocho de ellos solo en los últimos diez años. Es un ritmo de cambio de mando único en Sudamérica. Detrás de esa sucesión de mandatarios (presos, destituidos, fugados o políticamente liquidados) no hay solo biografías fallidas, sino un problema más profundo: un sistema político que no logra ofrecer estabilidad, continuidad ni confianza.
La lista es elocuente. Fujimori condenado, Toledo extraditado, Humala y Vizcarra sentenciados, Castillo detenido tras un autogolpe fallido, Boluarte destituida en medio de investigaciones por violaciones de derechos humanos. Cinco expresidentes con cárcel efectiva y uno que se suicidó antes de ser capturado no es un dato aislado: es la radiografía de una democracia que se ha acostumbrado a que la presidencia termine en los tribunales.
Corrupción y choques de poder: el círculo vicioso
La primera capa de la crisis es la corrupción. El caso Odebrecht atravesó a casi toda la élite política: contratos de infraestructura, sobornos, financiamiento ilegal de campañas. En varios momentos, la presión judicial y mediática dejó a presidentes sin margen político y abrió la puerta a su caída.
Pero la segunda capa es institucional. La Constitución de 1993 creó un esquema de doble gatillo: el Congreso puede destituir al presidente por “incapacidad moral permanente”, una figura vaga; y el presidente puede disolver el Congreso si le niegan dos veces la confianza a su gabinete. Sobre el papel, son mecanismos de control mutuo. En la práctica, se han vuelto armas de uso frecuente.
Así, cuando el Ejecutivo se debilita por escándalos o baja popularidad, el Congreso tiene incentivos para avanzar en una vacancia. Y cuando el presidente se siente bloqueado, la tentación es cerrar el Parlamento o gobernar por decreto. Vizcarra disolvió el Congreso; Castillo intentó disolverlo de manera ilegal; el propio Congreso tumbó a Vizcarra y, después, a Boluarte. Lo que debería ser excepcional se volvió rutina.
Una democracia casi sin partidos
A diferencia de países como Colombia, donde sobreviven partidos históricos y contamos con un alto número de partidos políticos, en Perú el sistema de partidos tradicionales colapsó a comienzos de los noventa. Partidos que antes concentraban alrededor del 80 % de los votos cayeron a cifras de un dígito y dejaron de estructurar la competencia electoral.
Hoy la academia habla de una “democracia sin partidos”: siglas que aparecen y desaparecen cada elección, organizaciones débiles, personalistas, sin anclaje social claro. Es como si en Colombia el Liberal y el Conservador siguieran inscritos, pero sin representación relevante ni capacidad de ordenar la política.
Esa fragilidad tiene efectos concretos: los presidentes llegan al poder sin mayorías estables en el Congreso, con bancadas fragmentadas y aliados poco confiables. Gobernar se vuelve una negociación permanente, sin programas claros ni coaliciones duraderas. Cualquier escándalo o caída en las encuestas puede romper los equilibrios y reabrir la puerta a la vacancia.
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Las lecciones que nos ofrece Perú
El caso peruano es un extremo, pero pone sobre la mesa preguntas que también atraviesan a otras democracias latinoamericanas, incluso a la colombiana:
- ¿Hasta qué punto los mecanismos pensados para controlar al poder pueden terminar volviéndose contraproducentes?
- ¿Cómo se sostiene una democracia sin partidos fuertes y representativos?
Perú muestra que la alternancia sin estabilidad, y la sanción sin reconstrucción institucional, producen una sensación de colapso ético continuo. Mientras no haya reglas más claras para destituir presidentes, partidos menos frágiles y respuestas reales a la corrupción, el país seguirá atrapado en el mismo bucle: presidentes fugaces, congresos impopulares y una ciudadanía que ve la política como un terreno desgastado antes que como una herramienta de cambio.
