
Las imágenes de Los Ángeles recorren el mundo. Gente en las calles, gritos de protesta, jóvenes enfrentados a tropas militares, banderas alzadas, barricadas, fuego. Todo comenzó tras una serie de redadas migratorias que desataron manifestaciones espontáneas en barrios latinos, lugares de trabajo y centros comunitarios. Pero la protesta fue creciendo. Y el Estado respondió.
El gobierno federal, encabezado por el expresidente Donald Trump, ordenó el envío de más de dos mil efectivos de la Guardia Nacional, seguidos por marines, sin el consentimiento del gobernador Gavin Newsom. La decisión desató una disputa legal entre Washington y Sacramento, con demandas judiciales en curso y posiciones encontradas sobre la legalidad del despliegue militar.
Desde el poder local se acusa al Ejecutivo de extralimitarse y politizar una situación compleja. Desde el federalismo se defiende la medida como una respuesta necesaria para contener el caos. Ambas posturas exponen algo más profundo: la fragilidad del equilibrio democrático cuando la ciudadanía se moviliza, y cuando el Estado reacciona con fuerza.
No se trata solo de lo que ocurrió en Los Ángeles. Lo que está en juego es cómo una sociedad responde a la disidencia. Si con diálogo o con fuerza. Si con políticas públicas o con estrategias de control.
Hoy la ciudad no solo está en medio de una protesta. Está en medio de un dilema. Y mientras el país debate entre seguridad y derechos civiles, surge una pregunta inevitable: ¿Dónde se traza la línea entre garantizar el orden y respetar la voz del pueblo? Responderla no es simple, pero omitirla sería aún más peligroso.