
El secuestro del niño Lyan José Hortúa Bonilla, ocurrido el pasado 3 de mayo, sacudió al país no solo por la crudeza del hecho, sino por las dimensiones que adquirió la trama criminal detrás de su cautiverio. Ahora, con el menor ya liberado y bajo atención médica, se conocen nuevos detalles del alto precio que su familia tuvo que pagar para garantizar su regreso con vida: una suma que rondaría los 4.000 millones de pesos en efectivo.
Un rescate millonario en medio del abandono estatal
La familia del menor asegura que, durante los 18 días que duró el secuestro, no recibió apoyo real ni operativo de las autoridades. “Pagamos el rescate porque no hubo otra salida. Nos dejaron endeudados”, aseguró Sebastián Bonilla, tío del menor, en declaraciones a La FM.
El rescate, de acuerdo con fuentes oficiales fue entregado el 21 de mayo en la zona urbana de Jamundí, en un operativo silencioso supervisado de cerca por los captores. El dinero —unos 4.000 millones de pesos en efectivo— fue recogido por un emisario de la disidencia ‘Jaime Martínez’, grupo armado ilegal al servicio de intereses del narcotráfico en el suroccidente del país.
Tras la entrega, el efectivo fue llevado al corregimiento de Ampudia, donde fue contado y verificado. Solo entonces, el niño fue liberado. Según se supo, hubo un intento de entrega fallido en una zona rural, que fue descartado por la familia por cuestiones de seguridad.
¿Qué hay detrás de este caso?
La hipótesis central es que el secuestro de Lyan habría sido un error táctico. El objetivo inicial eran sus padres, pero al no encontrarlos, los delincuentes decidieron llevarse al niño. El trasfondo: una supuesta deuda de $37.000 millones de pesos que se originó por el control de bienes que pertenecieron a Diego Rastrojo y al fallecido narcotraficante José Leonardo Hortúa, alias ‘Mascota’, quien sería el padre biológico de Lyan.
Ambos hombres habrían confiado en Angie Bonilla como testaferra, según fuentes del mismo reportaje. Al morir Mascota en 2013 y ser extraditado Rastrojo, se perdió el rastro de propiedades, dinero en efectivo y negocios ilegales, lo que habría motivado la violenta maniobra para “recuperar” lo perdido.
Las denuncias de la familia de Lyan son contundentes: el Estado no actuó con eficacia ni celeridad. A pesar de que el secuestro ocurrió en un conjunto residencial y que los responsables eran estructuras armadas conocidas, no se desplegaron operativos significativos durante los días más críticos.
La familia afirma que tuvo que establecer contacto directo con los captores y que solo pudo garantizar la vida del menor a través del pago forzado del rescate. “Todo lo hicimos solos, con miedo y sin garantías”, señaló un familiar cercano.
Por lo pronto, el menor es atendido en la Fundación Valle de Lili, en Cali, donde se evalúa su estado físico y emocional. Aunque no presenta heridas de gravedad, los especialistas han iniciado un proceso de atención psicológica para enfrentar las secuelas del cautiverio, durante el cual habría estado amarrado, bajo vigilancia armada, y sometido a amenazas constantes.