Alberto Salcedo Ramos, el poeta de los datos

Sáb, 28/05/2011 - 18:00
Alberto Salcedo Ramos ha pasado gran parte de su vida espiando a Diomedes Díaz, a futbolistas travestis, a enanos toreros, a boxeadores famosos y fabricantes de traperos que suben al ring dispuestos
Alberto Salcedo Ramos ha pasado gran parte de su vida espiando a Diomedes Díaz, a futbolistas travestis, a enanos toreros, a boxeadores famosos y fabricantes de traperos que suben al ring dispuestos a perder. Un psiquiatra diría que tiene una patología extraña, pero la cuestión es más sencilla: Salcedo es un morboso profesional, al punto de que si se puede regresar en avión a Bogotá después de hacer una historia con el peor equipo de Colombia, decide subirse al bus para vivir en carne propia el regreso de catorce horas de los perdedores a casa. Este morbo natural hizo que Salcedo se ganara un apellido que no hace parte de su árbol familiar: “el mejor cronista de Colombia”. En la contraportada de su último libro, La eterna parranda (Aguilar), Ignacio Ruiz Quintano, columnista del periódico español ABC, dice “porque el inglés tendrá a Talese. Pero el español tiene a Salcedo Ramos”. ¿Acaso hay un campeonato nacional que todos los años elige al mejor escritor de crónicas de Colombia? ¿Quién decidió esto en el país de García Márquez? Antes de responder estas preguntas, hay que preguntarse por qué un periodista consagrado como Salcedo no ha dado el salto a la literatura. Porque en Colombia, el periodismo ha sido una forma solapada de ganar dinero escribiendo mientras se hace la literatura. Salcedo no fue ajeno a esta pretensión: “Una vez empecé a ejercer el periodismo descubrí que desde la no ficción se pueden contar historias sorprendentes, historias que mantienen felizmente ocupado al narrador que en esencia soy. Y la he pasado tan bien haciendo eso que no he vuelto a pensar en mi propósito inicial de escribir novelas o cuentos”, afirma. Esta compilación de crónicas de Salcedo –de 1997 a 2011– expresa ese goce y no tiene nada qué envidiarle a una gran novela. En su lanzamiento, dijo una frase que condensa por completo este pensamiento: “a la realidad se le ocurren unas cosas demenciales, que a mí no se me ocurrirían jamás”. Por ejemplo, en la crónica que le da el nombre al libro, Salcedo visita a la mamá de Diomedes Díaz para preguntarle cuántos hijos ha tenido el cantante. Ella dice que no más de 26, y dice también que eso no es sólo culpa de Diomedes, sino de las mujeres que se han acostado con él. A lo largo de la entrevista, Salcedo advierte que un mico que grita en un árbol cercano, se chupa el pene y exhibe su erección con desparpajo. ¿Por qué Salcedo no omitió ese dato? O, más bien, ¿por qué lo incluyó si la historia era sobre Diomedes y no sobre el mico? Sencillo: porque la historia muestra que Diomedes es casi un mico, algo tan maravilloso y cínico como Rebelión en la granja, de George Orwell. ¿A qué escritor de ficción se le podría ocurrir una imagen tan aberrante? Y aún más, ¿qué ventaja tiene robarse esa imagen de la realidad y dejarla en el limbo de la invención del autor? La respuesta para ambas preguntas es la misma: ninguno y ninguna. En los últimos años, decenas de historias maravillosas se han escrito en Colombia a medio camino entre la realidad y la ficción. La muerte del futbolista Andrés Escobar, la increíble historia de El lío de la Madonna y todas las aristas del narcotráfico –donde la única perdurable será Rosario Tijeras–. Germán Castro Caycedo y Alfredo Molano son en gran parte culpables de esta tendencia, pero mucho antes, José Joaquín Ximénez, el cronista de los suicidas del Salto del Tequendama, ya maquillaba los datos de sus historias para darles lirismo y drama. Incluso, dos de las mejores “crónicas” que se han escrito en el país son en realidad cuentos que emulan la prosa periodística para generar la sensación de realidad: Caracas sin agua y Crónica de una muerte anunciada, ambas de García Márquez. Y por eso son “crónicas”, entre comillas. Pero el fenómeno no es exclusivo de Colombia. Cronistas de la talla de Martín Caparrós y Juan Villoro han dejado varias veces un manto de duda sobre su respeto por los datos reales. Villoro dijo en un taller: “tratar de reproducir la realidad tal cual, no es hacer periodismo. La realidad del texto está en el texto. El periodismo construye la realidad con instrumentos que permiten que esa realidad tenga una fuerza que probablemente no tuvo en el mundo de los hechos”. Esta afirmación deja abiertas muchas preguntas: ¿quién decide la fuerza de un hecho, el escritor o el lector? ¿Qué tanto alteran la realidad estos instrumentos? ¿Es lícito inventar un poco en el periodismo a favor de un relato con más fuerza? ¿Las crónicas con datos maquillados tienen más fuerza o son en realidad obras mediocres, donde el periodista no fue capaz de ver la poesía de la realidad? Cambiarle el color a un caballo, imaginar qué hace un futbolista en su tiempo libre en su cuarto de hotel o inventar que una cuadrilla de campesinos del Magdalena hicieron un retrato hablado de un hipopótamo, han sido unas de las perlas que han falsificado algunos cronistas en los últimos años, y que los periodistas se han confesado entre sí en fiestas, intermedios de talleres y conferencias o aviones. Este carácter laxo de los latinoamericanos con los datos del periodismo, ha sido el culpable de escándalos tan sonados como el que destapó la revista El Malpensante sobre el cronista José Alejandro Castaño, quien vendió varias veces unas crónicas que, además, tenían datos tan maquillados como un travesti. La falta de claridad al respecto hace del rigor periodístico un límite que se puede estirar tanto como un caucho. Inventar datos en una crónica debería ser tan grave como robar dineros del Estados. El periodismo estadounidense, en cambio, sí se ha propuesto controlar la imaginación del periodista. Por eso, no sorprende la escasez de cronistas latinoamericanos en publicaciones como Esquire o The New Yorker. ¿Qué haría un verificador de datos de estas revistas con Germán Castro Caycedo o José Alejandro Castaño? Quizá, enviarlos por un café. Alberto Salcedo, en cambio, con más silencio y más trabajo que las divas de la literatura nacional, ha construido una obra que sí encaja en la lógica del periodismo literario, un periodismo que no es otro sino el que se ha hecho por cerca de cien años en Estados Unidos, un periodismo en el que, sobre todo, cuentan las buenas piernas para reportear, y no las nalgas para sentarse a inventar. Piernas para perseguir por años a Diomedes Díaz en conciertos y pueblos de la Costa Caribe; piernas para llegar hasta una ranchería en La Guajira a develar los secretos de los palabreros; piernas para presenciar cómo es la vejez del compositor de La gota fría, y piernas para ver cómo reconstruye su vida un hombre que estuvo diez años secuestrado en la selva. El poder de la reportería está muy devaluado por estos días. Hoy, los periodistas colombianos sólo quieren escribir columnas de opinion, quejarse en sus blogs o hacer crónicas de inmersión para brillar por su sentido del humor. Yo, incluso, he bailado desnudo frente a cincuenta mujeres. Salcedo, en cambio, sabe que las historias que perduran son las que se hacen con trabajo de campo. Y que allí, por sí solos, llegan los párrafos: “Cuando fui a El Salado a contar la crónica de cómo había sido la vida del pueblo posterior a la masacre, me paré frente al panteón de las víctimas. Estando allí parado se me ocurrió que a esos compatriotas que estaban embutidos en la fosa yo jamás fui a verlos mientras estuvieron vivos, porque en ese momento ni siquiera sabía que existía un pueblo con ese nombre: El Salado. Entonces me dije que en este país los verdugos, a punta de plomo, nos enseñan geografía. Ya desde el momento de la reportería supuse que tal idea me serviría para el párrafo de entrada, y así fue”. Sin embargo, las piernas con que Salcedo hace su reportería no bastan. La humildad, el humor y capacidad de asombro son su gran cualidad. Porque sólo alguien con su humildad puede ganarse la confianza del enfermero William Pérez Medina y lograr que le cuente cómo hacían sus necesidades los secuestrados encadenados en la selva; sólo alguien con su humor puede fijarse en que el mico que se masturba es un detalle definitivo en la historia de Diomedes Díaz, y sólo alguien con su capacidad de asombro puede preguntar cosas que para algunos serían estúpidas o triviales, pero que para él son la materia prima de párrafos maravillosos: “Entonces se masajeaba las rodillas, convencida de que con su gesto se fortalecerían las rodillas de William. Cuando le ardían los ojos se echaba colirio para que a William se le curara la conjuntivitis; cuando se le resecaba la garganta, tomaba agua para que a William se le quitara la sed. En el colmo de su desesperación de madre llegó al extremo más delirante de la superstición: supuso que William estaba fundido a ella y, por tanto, cualquier cosa que a ella le afectara también le afectaría a él. Entonces procuró tranquilizarse para que él se tranquilizara”. ¿Qué le envidia este párrafo periodístico al de una novela? ¿Cómo logra un periodista llegar a este nivel de detalle? Con horas de trabajo, de conversación, de ganarse la confianza, de hacer las preguntas que valen la pena para escribir buenos párrafos. Preguntar por los olores, por cómo era la luz, por los sentimientos del momento, por los detalles que dan belleza a los instantes para lograr párrafos tan increibles como si fueran de ficción. Párrafos que no tienen otra cosa que datos, pero que por su belleza llegan al nivel de la poesía. El periodismo literario no es otro que aquel que busca la poesía de los datos. Y Salcedo Ramos sí que lo tiene claro.  
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