El palacio Episcopal de Quibdó, una puerta del tiempo

Jue, 11/12/2014 - 07:10
*** En la Colonia era inimaginable pensar que los conquistadores llegaran hasta la selva chocoana. Las lluvias y la humedad hacen casi imposible un terreno, que aún hoy es difícil de explorar. Pero
*** En la Colonia era inimaginable pensar que los conquistadores llegaran hasta la selva chocoana. Las lluvias y la humedad hacen casi imposible un terreno, que aún hoy es difícil de explorar. Pero el hombre y su perpetua necesidad de descubrimiento lo impulsan a aventuras extremas. Llegar al Chocó es tan difícil en estos tiempos, como en los tiempos en que los curas españoles eran asignados a misiones religiosas y se negaban a hacerlo. El calor es incesante y la lluvia también. Las casas, como las describió García Márquez cuando fue a cubrir uno de los monumentales incendios de Quibdó, la capital del departamento, siguen siendo de leña. Lea también: Una biblioteca para construir la paz La vida es apacible y ruidosa a la vez, el aire, en Quibdó, se revuelve con la música y su gente parece que detestara o desconociera el silencio. Siempre están en una amable algarabía y tienen, entre otras muchas características, convertir la fiesta en religión o la religión en fiesta. San Francisco es su patrono y en septiembre el pueblo se vuelca a las calles para rezarle,  cantarle y ofrecerle regalos de oro. En Quibdó, el oro brota del suelo como un milagro o como una maldición, aún no podría decirlo, porque la gente se queja por la falta de dinero, pero parece feliz y todos, hasta la estatua de San Francisco que está en la catedral, llevan en el cuello o tienen en su casa una cadena de muchos quilates. Lea también: La biblioteca pública de Cereté: una institución para educar en paz Palacio Episcopal de Quibdo2 En Quibdó lo religioso y lo pagano convergen sin incomodarse. El edificio más grande es la Catedral. A unos pocos metros del río parece cuidar la vida de los quibdoseños. En su interior, hay una pintura majestuosa del padre español Maximino Cerezo Barredo, pintada en 1989, en vísperas de los 500 años del descubrimiento de América. En el mural se puede apreciar el sufrimiento de los negros y los indígenas por el sometimiento de los españoles, además del cristo afro, que se erige como una las figuras emblemáticas de la catedral y de los chocoanos, que ha sido víctima de diferentes atentados a través de la historia. -Anteriormente-, dice el Padre Gonzalo de la Torre, experto crítico de arte religioso-, hubo un padre que mantenía el mural tapado y hubo, además una parte de la comunidad que vino a rayarlo, a dañarlo porque no estaba de acuerdo con esta pintura”. Pero la Catedral no es el único edificio emblemático. En frente y flotando sobre el río está el Palacio Episcopal. Una antigua construcción que empezó a realizarse en 1931, y que se ha convertido en un punto de encuentro de la comunidad quibdoseña. Hay un centro de memoria de las masacres que han ocurrido en el departamento, también un laboratorio para el estudio de plantas medicinales de la selva chocoana, talleres de pintura y otra gran cantidad de actividades culturales. El Palacio Episcopal o “el convento” como es conocido, antes de convertirse en patrimonio de la nación pasó por muchos avatares. En 1909 fue construido por los misioneros claretianos una casa de madera a orillas del río Atrato, en el mismo lugar, que los misioneros que los antecedieron en el siglo XVII construían sus campamentos. En 1913, el convento fue arrasado por las llamas y no quedó nada de la casa de los misioneros. El fuego consumió los archivos y las pertenencias. En los dos años posteriores, fue reconstruido, pero en 1943, en el gran incendió de Quibdó, que consumió la catedral, el convento y gran parte del pueblo, la casa de los misioneros volvió a desaparecer. Palacio Episcopal de Quibdo Después de pensarlo muy poco y cansados de los incendios, los misioneros claretianos encomendaron la tarea del diseño al catalán Luis Llach Llostera, el arquitecto más destacado en la intendencia de Quibdó. La obra fue ejecutada por Vicente Galicia Arrúe, misionero vasco, que construyó el edificio a partir del diseño original, pero añadiéndole sus propias iniciativas y correcciones. Traer el cemento y el hierro para la construcción no fue fácil. No sólo porque las vías terrestres desde cualquier parte del país no existían y todo había que hacerlo por el río. Por ejemplo, una vez a la semana acuatizaba en el Atrato un aeroplano, que traía desde el interior a seis pasajeros, que se convertían en espectáculo cada vez que llegaban. -Traer los materiales en avión era casi imposible, así que había que hacerlo en lancha, entonces todo era más lento, además-  dice el padre Napoleón García Anaya-, la gente creía que el cemento era obra del diablo y decían que traía maldiciones, que quien tocara el cemento quedaba maldito. La obra se concluyó en 1943, y hoy se puede ver el edificio de dos plantas, de estructura cuadrada y una hermosa fachada de estilo Republicano. El último embate que sufrió el convento, no fue un incendio, sino el paso del tiempo. -Los que construyeron esto, eran muy buenos. Hoy usted puede ver que sólo le ha pasado el tiempo porque su estructura sigue firme. Aunque nadie pensó, que la navegación por el Atrato iba a cambiar, y que las lanchas iban a ser más potentes y con las olas que producen, la estructura se fue deteriorando un poco. Los pilares de madera que fueron puestos en 1938 para sostener el convento, se fueron desgastando, pero ya era justo-, dice el padre Napoleón, que dedica mucho de su tiempo a estudiar la historia de los misiones religiosas en el Chocó.- Afortunadamente,  el Ministerio de Cultura hizo una correcta intervención y estamos muy contentos por eso. Ahora vamos a tener Convento para muchos siglos más. En uno de los salones de la segunda planta hay otro mural de Cerezo Barredo, en donde se representa a un Cristo resucitado negro, “una joya”, dice el padre de la Torre, “fue el primero que se pintó en Latinoamérica”. El Palacio Episcopal, declarado Monumento Nacional en 1972, es una puerta del tiempo, en sus paredes se puede sentir el paso de la historia de una ciudad que no termina de construirse, pero también de una cultura que se renueva permanentemente y que como la selva es casi imposible de ser explorada. El sol del mediodía pega fuerte en el patio de lozas rojas y amarillas. Se escucha el motor del ruido de las lanchas que navegan el Atrato y al fondo, la incansable música de chirimía que se confunde con las doce campanadas de la Catedral, que son el llamado para una nueva eucaristía. ***Gustavo Bueno Rojas, Ministerio de Cultura.

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