La herencia musical del maestro Lucho Bermúdez reposa en un cuarto estrecho y desordenado. De las paredes cuelgan diplomas, reconocimientos, acrósticos y fotografías –en su mayoría a blanco y negro– donde Bermúdez posa junto a varias orquestas y artistas como Celia Cruz y ‘El Joe’ Arroyo. En un par de muebles de madera están guardadas las partituras originales de sus composiciones, marcadas con la inscripción “Lucho Bermúdez compositor y director de orquesta”, y algunas observaciones del maestro escritas con su puño y letra.
Allí hay más de un centenar de canciones con arreglos sinfónicos que nunca tocó y su familia descubrió. También hay trofeos, medallas, retratos y unas cuantas mancornas que todavía huelen a Colonia Farina, el perfume que usó toda la vida. En este lugar anclado en la ciudad se conserva el legado de una de las orquestas más importantes de la música tropical y del Caribe colombiano: La orquesta de Lucho Bermúdez.
Patricia, la hija menor de Lucho Bermúdez o “su última composición” –como ella misma dice–, muestra con orgullo este pequeño museo. Explica de manera detallada el origen de cada una de las cosas que conserva. Tiene recortes de prensa, cartas que el maestro le escribió a su familia y a su amigo Plinio Guzmán cuando estaba fuera del país, un par de agendas telefónicas, sus pasaportes, discos, casetes, y algunos encendedores y esferos que le gustaba coleccionar.
Lucho Bermúdez compuso más de mil canciones de géneros musicales tropicales como cumbia, mapalé, fandango, porro y gaita.
De repente, Patricia interrumpe la conversación. Tiene en sus manos un maletín de cuero negro y terciopelo rojo en su interior. Lo pone sobre una mesa atestada de fotocopias y comienza a sacar las partes del clarinete que le perteneció a su papá; un instrumento de más de 50 años de marca Buffet Crampon Cie Paris. Lo arma con destreza, lo pone sobre su boca y toca el inicio de la canción ‘Fiesta de negritos’. Lo suelta y confiesa que de niña lo hacía sonar a escondidas de su papá, quien no le permitió que estudiara música porque consideraba que era una carrera muy ingrata. Sin embargo, el maestro le enseñó otras cosas como a jugar billar.
No transcurre mucho tiempo y Patricia muestra otro de sus tesoros. Retira algunas bolsas con ropa del piso para abrir la puerta de un closet. De allí saca un smoking negro que le perteneció a Lucho Bermúdez. El traje que parece nuevo tiene una marquilla en letra cursiva de color rojo que dice “Hecho en Colombia”. Lo huele como recordando a su papá y lo guarda de nuevo. Da unos cuantos pasos más, señala un estuche de color beige donde está la guitarra con la que Bermúdez compuso sus canciones y dice que una de las frustraciones del maestro fue no tocar piano, además, de no saber jugar ajedrez.
Quienes conocieron al maestro, coinciden en que lo más impresionante que hacía era componer. Bermúdez a lo largo de su carrera escribió más de mil canciones. Solía dormir junto a una grabadora de voz porque en la madrugada se levantaba de manera inesperada a grabar los silbidos que brotaban de su boca. Al día siguiente los escuchaba y convertía en piezas musicales.
Es día de ensayo de la orquesta de Lucho Bermúdez en el apartamento de Patricia. En la puerta esta doña Elba, la última esposa del maestro –36 años menor que él– y con quien estuvo casado los últimos 25 años de su vida. Mientras en la sala hay más de una docena de músicos, la mayoría con acento costeño, quienes comen pastel de yuca con ají y gaseosa. Hablan sobre el próximo ensayo, se despiden y desocupan el lugar.
Doña Elba se acomoda en un sofá de cuero y relata, emocionada, cómo conoció al maestro. El primer encuentro fue en un grill o discoteca del barrio de chapinero, un amigo en común los presentó. Esa noche cruzaron pocas palabras, pero no pasó mucho tiempo y ya estaban comprometidos, pese a los comentarios negativos por la diferencia de edad. Aunque doña Elba admite que no fue fácil. En su casa trató de ocultar la verdadera identidad de su novio para no escandalizar a su mamá.
Compartieron viajes y noches bohemias que, en ocasiones, se convirtieron en fiestas de tres días. Lucho Bermúdez solía tomarse algunos tragos de whisky –no le gustaba el aguardiente–, tocar la guitarra y cantar canciones como ‘Te busco’ y ‘Hasta luego Medellín’. También bailaba, recitaba poemas y le cantaba a las mujeres. Pero el día de su cumpleaños, el 25 de enero, era diferente. Lucho Bermúdez recibía serenatas desde las 9.00 a.m. y se preparaba para recibir en su casa a un centenar de visitantes para compartir una copa de champaña, ponqué y un plato de paella. La familia siempre mantuvo la tradición, su estado de salud nunca fue un impedimento y se hizo hasta en 1994, año en que murió el maestro.
Mientras que Patricia se ocupa de algunos asuntos de la orquesta, doña Elba recuerda con precisión los últimos días de vida de Lucho Bermúdez. En su relato no hay melancolía, lo recuerda con entusiasmo. Dice que el maestro tuvo un apetito inusual. En ocasiones se levantaba sobre las 3.00 a.m. y pedía que le prepararan un sancocho. Su familia siempre le dio gusto. También se le despertó un gusto especial por los ponqués de la marca Ramo, pese a que su comida preferida era la costeña.
El último día de su vida, Lucho Bermúdez se sentó en el borde de la cama, le dijo a la enfermera –una mujer voluptuosa que usaba un vestido corto por orden de doña Elba– que no la iba a molestar más. Luego le cantó: “¿Por qué no se quita el saco? porque tengo la camisa rota, ¿por qué no se quita el saco? porque tengo la panza rota”. Horas después un fuerte dolor del estómago lo obligó a ir al hospital donde murió luego de haber estado en cuidados intensivos. Doña Elba se levanta del sofá y para terminar enseña un par fotografías, antes de comentarlas hace énfasis en que siempre la peinaba el peluquero Norberto. A blanco y negro están ‘Luchito’ y Patricia, hijos menores del maestro, y Lucho Bermúdez, quien en su mano derecha tiene un cigarrillo. Su favorito era el de marca L&M y por eso algunos de sus amigos le decía en broma “Lucho Merbúdez”.
La puerta del cuarto donde se guardan las pertenencias de Lucho Bermúdez permanece abierta. En esta galería que su hija Patricia Bermúdez, directora de la Fundación Tierra Querida encargada de divulgar la obra del maestro, se conservan las memorias del hombre que lloraba en la tarima luego de una presentación y se entristecía cuando veía a la Selección Colombia perder un partido de fútbol. Allí, en medio del silencio, se mantienen los sonidos de la cumbia, mapalé, fandango, porro y gaita que el maestro Lucho Bermúdez inmortalizó en el folclor colombiano.