La casa de la artista pasa desapercibida hoy. Aunque Débora Arango murió tan sólo hace cinco años, las correrías de seguidores y estudiantes en la puerta de su garaje son un asunto tan lejano que ninguno de sus vecinos las recuerda. Claro, dicen, para qué vamos a ir si ella ya no está. Dan por hecho que dentro de Casablanca ya no hay nadie. Ni nada. Que las obras y reliquias por fuera de las 233 que le donó al Museo de Arte Moderno de Medellín –y que hoy presenta como retrospectiva–, son pocas y no se sabe dónde están.
¿Qué hay en Casablanca entonces? ¿Qué pasó con esa casona de casi 200 años de historia en la entrada del municipio de Envigado? ¿La compró la Alcaldía para hacer un centro cultural? ¿La están vendiendo para construir un edificio opaco de oficinas? No. Para la tranquilidad de muchos: Casablanca sigue siendo Casablanca. Los cuadros, las cerámicas, las flores, la vajilla, las colchas, las medallas, los once perros, las esculturas y los cristos… hasta el jardinero, Óscar, sigue ahí sembrando y resembrando orquídeas púrpuras, la flor preferida de la artista.
“Siempre me entendí con todas las cosas de Casablanca”, escribió Débora en su momento. Y no era una exageración. Hasta la tetera y las ranitas en cerámica de una fuente de agua fueron pintadas por ella. No hay rincón de la casona que no haya sido intervenido por sus pinceles. Incluso, están dos de los tres únicos murales que ella pintó a mediados del siglo pasado.“Mi sueño era pintar murales grandes. Pero nunca pude. No tuve la oportunidad. Sólo pinté uno, casi de ensayo, en la Compañía de Empaques (hoy son las oficinas de Almacenes ÉXITO). Antes hice pruebas en el garaje de Casablanca. Utilicé cal que había estado enterrada como un año (…) Conseguí un muchacho para preparar la pared y pinté más bien rápido” escribió Débora en uno de sus cuadernos personales.
Cecilia Londoño es la encargada de que todo permanezca tal cual lo dejó su tía. Ella se pasó a vivir a Casablanca en mayo de 2005 y desde ese momento a velado porque su legado se conserve tal como si se tratara de un museo. Aparte de los murales, Cecilia destaca los tres cuadros que Débora pintó en Cartagena en 1996. “Ese año la invité dos semanas a Cartagena y le gustó tanto que se quedó tres meses enteros. Caminaba por la ciudad vieja todas las mañanas hasta que un día me dijo : “Yo aquí sí vuelvo a pintar”. Salimos a conseguir las herramientas y cuando llegamos al apartamento me sentó en la cama y me puso un mantel de colores pasteles sobre la espalda. Duró ocho días haciendo esa obra. Le dio mucha dificultad porque desde hacía 15 años no se enfrentaba a su pintura. Pero allá se reencontró como artista y fue muy gratificante”. Los tres cuadros están en las paredes de una de las salas.
Otra de las obras que más llamativa es la de “Belisario”. En ella aparece el ex Presidente, Belisario Betancur, sobre los hombros de uno de sus seguidores y con las manos extendidas hacia arriba. Está hecho con tiza blanca sobre un tablero negro enmarcado. Cómo ocurrió con muchos de sus cuadros, este fue inspirado por las noticias que escuchó por la radio y para esos días, el político conservador estaba haciendo campaña en una plaza pública de Antioquia. No lo terminó de pintar porque Débora se enfermó y prefirió dejarlo sólo delineado. Al lado está un dibujo pequeño metido en una especie de urna de cristal y de madera. “Eso fue lo último que hizo la patrona” dice su jardinero. Es una monja con las mejillas rosadas.
Gran parte de los adornos y la decoración que la artista intervino dentro de Casablanca tiene que ver con santos, vírgenes y cristos. Aunque no era muy rezandera y hasta fue excomulgada por pintar mujeres desnudos en una época aún más pacata, la influencia religiosa fue dada por el colegio María Auxiliadora al que asistió cuando niña y por su papá que, aunque liberal, era de los que hacía el viacrusis y escuchaba el programa “La Hora Católica”, de la curia de Medellín.
Él también tuvo que ver en el hecho de que Débora cultivara otra de sus pasiones, la cerámica. En la década del cuarenta la artista tuvo que abandonar sus estudios en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de México y regresar a Envigado para cuidar a su papá pues había quedado en una silla de ruedas tras una larga enfermedad. A partir de ese momento, Casablanca se convertiría en su lienzo predilecto. Los zócalos que rodean el patio central, los platos del comedor, los jarrones, los ceniceros y las materas están intactos tal como ella los dejó. Hasta un baúl antiguo, en el cuarto rojo donde murió él, lo decoró con cientos de taches metálicos que hoy se conservan.
Cada zaguán, cada cuarto da cuenta del gran legado de una mujer que hizo temblar las bases tradicionales del arte nacional. De la que criticó a través de sus cuadros el conservadurismo extremo y la hipocresía de su tiempo. De la que escandalizó a obispos y politicos cuando pinto desnudos. Pero, sobre todo, da cuenta de la mujer que sólo atendió el servicio de la pintura. Casablanca es el mejor autorretrato de Débora Arango.