Bogotá en armonía

Mar, 18/09/2018 - 06:15
El título de este texto no hace referencia a la situación actual de la ciudad de todos. Encierra los elementos que hicieron parte de, tal vez, uno de los pasos más importantes de la música rock en
El título de este texto no hace referencia a la situación actual de la ciudad de todos. Encierra los elementos que hicieron parte de, tal vez, uno de los pasos más importantes de la música rock en Colombia. El gran Concierto de Conciertos: ese rato que, de 5 pm a 7:30 am, reunió a cinco bandas de rock en español; a una especie de Boys band, que en esta ocasión fue Boys and Girls band; y a tres baladistas reconocidos en Latinoamérica. Y que dejó, en el inconsciente bogotano, la frase más coreada en fiestas, bazares, carnavales, ágapes, bullicios, foforros, borololos, aquelarres y demás eventos capitalinos realizados en los años 80 y 90: ¡Bogotá, del putas Bogotá! Aquellos 17 y 18 de septiembre de 1988 marcaron la vida de miles de adolescentes rolos que, aperados con chaqueta ovejera y adornados con sendos copetes, les demostraron a miles que fueron capaces de reunirse, para disfrutar de grandes eventos sin violencia; y que rechazaron la violencia que por esos días marcaba el diario trasegar del país. Recuerdo bien que la fiesta comenzó con Compañía Ilimitada, la banda bogotana de Juancho y Pillo. De ahí en adelante todo fue gritos y alegría. Les siguieron Océano, de Panamá; Pasaporte, de Colombia; Franco de Vita, de Venezuela; y Timbiriche, grupo mexicano al cual los bogotanos, enardecidos por la baja calidad de su pop, les cantaron: “por qué no se van, no se van del Campín”. Y eso que tenían en sus filas a Thalía y a Paulina Rubio. El puertorriqueño José Feliciano y el venezolano Yordano generaron altas reacciones del público y la extensión del tiempo de sus presentaciones. Esto descuadró la agenda pactada para el certamen, que finalizaría a la una de la mañana. Acto seguido, Los Prisioneros y Los Toreros Muertos alargaron sus toques. Cuenta el mito urbano que Pablo Carbonell, vocalista de los Toreros, terminó su presentación y se fue de rumba a la Calle 82, conocida como la Zona Rosa. 30 años después, el cantante asegura que “no sabía que había un sitio donde la gente iba con el corazón en la mano y no traicionaba sus sentimientos, por un qué dirán o por hipocresía, como en la vieja Europa. Ahora sé que, si alguna vez me pierdo, que me busquen en Colombia”. ¿Malita la fiesta que se dio, no? El que cerró el concierto fue Miguel Mateos. Arrancó su presentación a las 6:10 am con la siguiente frase: "¿Qué quieren?, ¿qué quieren?, ¿qué es lo que quieren, carajo?". Bajo una suave lluvia y con el amanecer expuesto, el músico argentino celebró la permanencia de casi 15 mil personas en el estadio, cantó 10 canciones y en la mitad del concierto recordó la presentación de Jimmy Hendrix en Woodstock, la cual comparó con el aguante de los bogotanos: “Grande el negro, pero no más que ustedes, que hacen que uno deje el corazón y los huevos al ver la salida del sol, a espaldas de ustedes!" En el fragor de la fiesta, Mateos fue víctima de un monedazo y, el público, víctima de una insultada del cantante porque el proyectil monetario impactó en su cabeza. Miles de historias dejó el evento; por ejemplo: mi primo Gigio y mi amigo Camilo, en etapa adolescente, se volaron de la casa y se fueron al concierto en transporte público. Disfrutaron de la mayoría del toque en la tribuna occidental del Nemesio y, antes de la presentación de Mateos, se colaron en la gramilla. Al finalizar, se devolvieron a la casa en bus. De mi parte, debo confesar que no fui; pero si lo escuché por radio y mis amigos me narraron la experiencia. Una cita ‘romántica quinceañera adolescente’ me hizo sucumbir y regalar la boleta. Sin embargo, el destino me dio desquite: en 1991, en el segundo Concierto de Conciertos (al que si fui), Soda Stereo tocó por primera vez en El Campín las canciones de su álbum Canción Animal; y escuché en vivo, también por primera vez, a una banda estadounidense: REO Speedwagon. Recuerdo haber hecho fila desde las nueve de la mañana y haberme alimentado con una picada cocinada por mi abuela, empacada en bolsa de plástico y compuesta por carne en cascajos, maíz pira, salchichas destrozadas en pequeñas rodajas y plátano maduro en cuadritos. ¿Puede o no Bogotá permanecer en armonía? Pueden los amantes de la música seguir asistiendo a conciertos de gran envergadura, sin necesidad de disturbios o desórdenes? Pues claro que sí. Quienes somos gomosos del rock de estadio tenemos claro que no hay nada más divertido que cantar estrofas con personas desconocidas, a grito herido, o compartir momentos y análisis de lo que escuchamos en vivo. Es por esto por lo que, en mi concepto, el rock en español y las emisoras juveniles de la época fueron tan importantes para la música del país, para su cultura urbana y sus necesidades de expresión. A mi parecer, es vital que festivales como Rock al Parque sean más inclusivos y no tan de audiencias exclusivas. ¿Qué tal un espectáculo o una tarima, por ejemplo, de bandas tributo? Sería una maravilla. No puedo dejar de destacar el esfuerzo de quienes hicieron tal número de maromas para que el templo del fútbol bogotano se convirtiera, también, en el de la juventud de finales del siglo XX, así los periodistas deportivos se hubieran rasgado las vestiduras por los estragos en la gramilla. Creo que fue el daño colateral más valorado por la cultura musical cachaca. Años después, seguí yendo a conciertos y gozándome las fiestas multitudinarias. Créanme: no hay nada más emocionante que, en la fila de entrada, escuchar el sound check de la banda y, horas después, verla tocar sus canciones. Lo seguiré haciendo hasta que mis oídos lo permitan… @HernanLopezAya
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