Debo decir con orgullo que soy periodista. Que nací siéndolo. Que desde muy pequeña los periódicos y las revistas me parecían interesantes, atrayentes, devorables (los leía de atrás para adelante, sin saber por qué, hasta que un día vi a mi mamá leyendo una revista de la misma manera). Soy periodista desde que a los 14 años decidí serlo, y me preparé para ello desde entonces. No tuve otro camino, ni elegí otro: no tuve escapatoria ni quise escapar. Escribir era mi camino, como una fatalidad. Una hermosa fatalidad.
Desde enero del 99, cuando por fin empecé mi universidad, hasta hoy, 2011, lo he sido. Una profesora de aquellos primeros semestres, tenaz y temida, nos decía todo el tiempo que no seríamos periodistas el día de nuestra ceremonia de graduación: lo seríamos desde ya, desde ese día, desde ese primer semestre ya tan lejano, cuando éramos unos niños de 17 y 18 años, unos pequeños adolescentes jugando a ser adultos. Desde ese día me “comí” el cuento: al despertar leía el periódico, al mediodía veía el noticiero, navegaba por las incipientes .com de los más importantes medios de comunicación, escuchaba la radio en el carro y discutía con mi papá las noticias del día. Al principio, lo hacía por físico miedo: aquella profesora (Lina Aguirre, se llama) hacía unos exámenes de actualidad que corcharían hasta el jefe de redacción más experto (preguntas sobre la Guerra de los Balcanes, el nombre del ministro de turno, la masacre de Mapiripán, El Caguán)… Recuerdo que horas antes del parcial de aquella materia que no nos dejaba dormir, el ELN secuestró el avión de Avianca que iba de Bucaramanga a Bogotá. Hubo pánico colectivo a la entrada del salón: nadie sabía nada (ni los medios ni nosotros) pero algunos se pegaban de sus radios pequeñitos o llamaban a sus casas para saber si se sabía algo más de aquel suceso. Nadie sabía nada. Ni los medios ni nosotros. No recuerdo cuánto saqué en ese parcial, si preguntaron o no por el avión, pero sí recuerdo que desde ese día devoro las noticias antes de terminar el café del desayuno. Es una sana costumbre que se instaló en mí y afortunadamente nunca se fue. Y le agradezco públicamente a aquella profesora el haber instalado en mí aquella necesidad de saberlo todo, todo el tiempo, aunque ahora no tenga que presentar exámenes así.
Y los semestres corrían. Óscar, un profesor rubio y tímido, nos enseñaba técnicas cinematográficas a la hora de escribir. Guillermo, en primero, nos enseñó ortografía y gramática en un curso rápido pero valioso (nunca se me olvidaron las reglas monosilábicas, ni la C en los disminutivos y la Z en aumentativos). Jorge Iván nos enseñaba crónicas, nos enseñaba a preguntar, a hacer perfiles, entrevistas; Luz María, reportajes. Mi adorado Ramón Pineda nos leía a Capote y a Wolf a las 6 de la mañana y nosotros no pestañeábamos ni un minuto escuchando tales maravillas. Escribíamos por placer, por el sueño de estar algún día escribiendo algo para alguien, para muchos, qué sé yo. Monólogos, cuentos, ficción y no ficción. Estábamos obstinados por ese sueño. Fuimos felices escribiendo, creando y leyendo, y estoy segura que si hoy les preguntara si se arrepienten de esto, de tanto sudor y lágrimas, de tanto sacrificio, lo volverían a hacer. Volverían a este maravilloso y difícil oficio otra vez. Yo respondería lo mismo. Lo haría una y mil veces, en esta vida y en las que vengan.
Pero, como en la vida los caminos son tan amplios, llegó a mi vida la oportunidad de hacer una labor distinta, de la que ni siquiera sabía su existencia: La corrección de estilo. Llegó a mí después de 6 años de estar frente a un computador, produciendo, escribiendo, publicando, ejerciendo lo que siempre soñé ejercer.
Como decía, no tenía ni idea para qué me habían contratado. Luego, entendí de qué se trataba todo ese embrollo en el que me había metido “El corrector de estilo es el profesional encargado del texto final que aparece impreso. Su responsabilidad incluye la corrección ortográfica, gramatical, lingüística y de redacción. La labor del corrector de estilo es necesaria en todo tipo de publicaciones: periódicos, revistas, folletos, manuales de uso, informes empresariales y, sobre todo, libros”. Así es, profesor Petúfar. Así tal cual lo escribe…
Ya teniendo clara mi labor, empecé a ejercerla: ahora era una fanática de las tildes, de las comas, de las agudas, graves y esdrújulas; de los hiatos, de los diptongos, de los monosílabos (los que se tildan y los que no). Buscaba gazapos como tréboles de 4 hojas. Era feliz, aunque me preguntaba frecuentemente qué de todo eso servía para nutrirme como periodista, que es lo que soy y quiero ser hasta que me muera. Lo que escogí voluntariamente ser. Tenía mis dudas, lo confieso. Escribí mucho, para mí, en esos años. No quise perder lo esencial de mí, lo que me llena de alegría, de melancolía, pero sobre todo, de paz. Puedo decir que encuentro paz cuando escribo, cuando dejo salir en forma de palabras aquel inconsciente agazapado en mi mente y mi corazón. No quise olvidar las letras escritas por mí, bien o mal escritas, pero mías, perdiéndome en las de otros, por más hermosas que fueran.
Esta semana me he preguntado al fin qué soy, al fin que vengo siendo ¿Me desvié, ya no soy lo que creía ser? ¿Estoy en la mitad de una crisis de identidad sin saberlo? ¿Estuve engañada todos estos años? Afortunadamente, ya lo sé. No tuve que pensarlo mucho. Soy la misma periodista de siempre con un saber que llegó a mí a perfeccionarme, como un don ofrecido por el destino, que me obliga a no cometer los errores de antes.
Ahora, en este lunes de septiembre, los dedos me fluyen solos escribiendo esta columna. Parecen tocando una hermosa melodía en un piano grande, como un vals precioso y excelso. Lo disfruto, como antes, como siempre. Pero ahora, las notas que toco en este piano son más exquisitas y refinadas. Ahora no sólo me inspiro y escribo, como antes, sino que me aseguro que la melodía esté bien hecha, que los compases se muevan al ritmo de una constante perfección. La melodía está completa.
No puede preguntársele al pianista que hace mejor: saber tocar o tocar bien. Simplemente lo hace. Lo hace por el amor a la música, por amor al arte, por el deseo inconmensurable de inspirar a otros. No puede responder qué hace mejor: solo toca, toca bien, se pierde en sí mismo tocando. Eso me pasa a mí. No tengo que escoger. Aquí estoy, haciendo lo que siempre quise hacer, desde niña, cuando leía las revistas al revés.
El hermoso vals de un piano
Lun, 12/09/2011 - 04:12
Debo decir con orgullo que soy periodista. Que nací siéndolo. Que desde muy pequeña los periódicos y las revistas me parecían interesantes, atrayentes, devorables (los leía de atrás para adelan