Elogio de un vicio

Mar, 23/08/2011 - 09:21
Hay quienes son esclavos de  sus vicios y hacen de todo para dejarlos. Algunos los defienden para demostrar sus bondades y calificarlos como refugio para sus soledades, y

Hay quienes son esclavos de  sus vicios y hacen de todo para dejarlos. Algunos los defienden para demostrar sus bondades y calificarlos como refugio para sus soledades, y existen aquellos que no se sienten completos si les hacen falta. Movido por su más antigua simpatía hacia su  única pasión, Alberto Salazar  dejó atrás el entorno laboral que lo ha acompañado durante los últimos años y sin dinero y solo con la experiencia que le da el haber  convivido con su adicción desde pequeño, ahora quiere, también, vivir de ella.

Su vicio son las letras. Leídas y escritas. Y esa relación que ha tenido con ellas lo ha llevado a seducirse con la idea de establecer una librería. “Una de las primeras lecciones de vida recibidas-me dice Alberto con firmeza-fue un regalo que me dieron mis padres cuando tenía cuatro años. Una edición de lujo de los cuentos de los hermanos Grimm.  El único objeto que me divirtió durante mi niñez. De ellos aprendí a  respetar, amar y divertirme con las letras. Simplemente existo gracias a ellos, mis padres, y gracias a ellas, las letras”. Esa es  una de las razones de su nueva condición de librero. La de dar a conocer la importancia de la palabra escrita. Aquella que busca conservar los secretos que pudieran olvidarse para no solo prolongarlos sino además para incitarlos y provocarlos, porque -me explica- “uno piensa también a partir de aquello que escribieron otros, a partir de las frases que encontramos en los libros leídos”.

Sentados en el único sofá de su casa, Alberto se estremece ante el gris plomo que presagia tormenta. Minutos después cientos de gotas hacen gemir los dos grandes ventanales  de la sala, mientras su voz serpentea por entre las paredes vacías que enmarcan un perchero sostenido en una repisa y del que cuelga un sombrero mexicano con un curioso olor a chocolate y vecino de los recibos de servicios públicos sin pagar, esparcidos en la mesa de madera que sirve de comedor, mueble de juegos, escritorio y mil usos más. Me habla de sus nuevos sueños. De sus ilusiones. Del por qué está de nuevo en la fría capital.

Una infancia molesta  y mortificante para él y su familia es su recuerdo de esos años. Un terco y obstinado papá comunista casado con una perseverante católica, criada a su vez por la única rama conservadora de una familia de rancia estirpe liberal, fue el punto de partida para tiempos de soledad en que la falta de juegos, de amigos, de conversaciones, aumentada por su convicción católica de  estar destinado a convertirse en  un servidor del señor, le ocasionó su refugio en los libros. O tal vez, como presume él, su vicio le alejó de la conformidad de ser uno más.  Y a su vez le  excluyó de muchas risas, de cientos de bailes, de golpes, peleas y caídas. Pero no le evitó deprimirse, querer suicidarse y llegar a detestar a su dios a quien tanto quería.

Los libros le salvaron, dice él, como a cientos de otros.  A través de ellos viajó, se enamoró, tuvo sexo, se implicó en escándalos, confrontó a su ciudad con otras sociedades, miró el cielo y trató de comprender el sentimiento de sentirse diferente, de saberse distinto. No mejor, me aclara, solo extraño. A veces era tan pintoresco que no jugara futbol, no montara en bicicleta, a sus treinta y ocho años aún no aprende, no coqueteara con niñas, permaneciera encerrado jugando con el mismo, hablando y respondiendo en un  soliloquio que desesperaba a todos, que hasta  el esposo de una de sus hermanas lo presentó en una reunión familiar como “el raro hermano de mi novia”.

Un buen día pretendió enfrentarse a la realidad. Y lo consiguió. Comenzó a tener amigos, a enamorarse, exploró la sensualidad en otros cuerpos y dejó  a un lado su carga religiosa. Curioseó  el trago, el cigarrillo, las páginas pornográficas, alguna que otra droga y se convirtió en seguidor de la imagen proyectada en el llamado séptimo arte. Un intento para tener una visión diferente de la vida real. Una perspectiva que distorsionara la dada por sus libros. Ambos enfoques no armonizaron. Pero le dieron la oportunidad de contemplar su propia opinión de la vida, de sí mismo y de su papel dentro de ella.

No estudió para abogado, según el sentir de todos. Se graduó de administrador de empresas en una prestigiosa universidad de la ciudad donde vivía. Aunque nació en la ciudad del caos, como define su gran amigo psicólogo a la capital, sus papás se trasladaron a  Bucaramanga. Una ciudad no cubierta por tal cantidad de verde para  apelativo de “la ciudad de los parques”. Bonita si, Complicada, también. Envidias, celos, rencillas rencores, corrupción y un ambiente de doble moralidad, falsa riqueza y  aparente prosapia son  para Alberto las cualidades de la sociedad en que se crió

Sin mucho norte dentro de sus planes, hace cuatro años decidió volver a Bogotá.  Su vida seguía un  curso sobre el que no manejaba la riendas.  Buenostrabajos. Excelentes jefes. Una empresa muy corrupta. Uno que otro amor. Una quiebra económica. Apatía. Amigos transitorios. Y una buena dosis de risa y de libros. En esos términos Alberto reduce su estancia en las calles  que recorrió tantas veces tratando de encontrar su camino.

“Al llegar a Bogotá, luego de un tiempo de ausencia, era forzoso ir a los sitios ya conocidos para tener la impresión exacta del regreso -me dice  Alberto al calor de la quinta taza de tinto-. Un regreso que tiene alta dosis de nostalgia  más que de ausencia. Nostalgia de saber que en esta ciudad encontraría lo que anhelaba”. Volver, me explica ahora con la mano jugueteando con su piercing de la ceja izquierda, a un sitio que has recorrido en tus libros con la limpia mirada de la vida cotidiana te  sugiere recuerdos , te evoca imágenes y te alienta a seguir buscando”.

Y uno de esos sitios ya recorridos eran las librerías. Las muy famosas, las de “viejo” (término acuñado para referirse a las librerías de textos usados), las nuevas, las de la calle. Todos los espacios donde el olor de las páginas recreara sus aventura.. Letras expuestas en locales ya visitados en viajes anteriores. Libros ya vistos en estanterías solo conocidas en periplos transitados en tardes o noches de lectura voraz. Y en esas caminatas redescubrió su otra pasión: la escritura.

Así que participó en unos talleres de crónica. Y con un orgullo que él le atribuye a su signo zodiacal, es leo, habla con entusiasmo del tiempo pasado detrás de una computadora. De sus investigaciones sobre el agua, tema a tratar en su narración. De lo que descubrió y de lo que escribió. Su crónica fue elegida para ser leida en el libro: Memorias del agua.

De tal  manera que unió sus dos vicios y ahora es el Buscador de libros. El nombre de su naciente librería. Un espacio para tender la mano a alguien que puede estar cerca, pero a quien no vemos  entre el barullo de y la neblina de la vida diaria. Un espacio propio donde la disciplina de escribir tenga una facilidad propia. Facilidad para escribir, reescribir y corregir.

Alberto mira las Constelaciones de gotas que forjan telarañas de  diamantes en las hojas de su descuidado jardín y sonriendo me dice” tomé la decisión de orientar a la gente  con los libros  que el momento de su vida le exige y  la osadía de escribir porque todo, las lecturas, los países, las gentes, los acontecimientos y los acontecimientos triviales de la vida y del entorno sugieren  reflexiones que alientan el sentido y la búsqueda permanente del sentido de la vida.  Es un riesgo. La palabra escrita debe hacer tomar conciencia de intenciones, tentaciones y sentimientos que podrían haber quedado de lado, abandonados a su suerte o peor silenciados.  Quiero escribir-acota en forma final- para intentar alejar a la vida de lasurgencias, ritos y convencionalismo con el animo de no hacer olvidar que somos una tentación hacia los otros, que los otros son nuestra tendencia obvia y elemental”.

Alberto salazar castellanos

salazarycastellanostecomunica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 
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