Algo está mal concebido en Colombia con el tema de los derechos de las minorías étnicas y en particular la autonomía de las comunidades y tribus indígenas. Evidentemente es mucho lo que se ha avanzado a su favor en este país feudal y centralista, lo cual amerita un fuerte aplauso y debe ser además motivo de orgullo para nosotros como Nación.
No obstante, ellos como parte integral de esta sociedad, tienen también una serie de deberes y eso a mi manera de ver es lo que no está para nada claro. En algunas comunidades no se ha comprendido que garantizar el respeto a los derechos humanos es una cuestión de doble vía y que si pretenden que sus autonomías sean respetadas, deben también respetar hacia adentro y particularmente, a sus mujeres y niños.
Claramente hay un abierto desmadre en la violencia y maltrato a estos dos sectores poblacionales en algunas áreas indígenas, lo cual se constituye ni más ni menos en un abuso de su autonomía. Es claro que por su condición de minorías las relaciones sociales no tienen por qué cambiar y que hay unos ordenamientos internacionales que las rigen y a las cuales es menester que se acojan. Evidentemente los derechos de mujeres y niños no varían según la ubicuidad de los individuos.
De manera que en ninguna comunidad o tribu un hombre debe poder violar niños o niñas, punto. Mucho menos salirse con la suya recibiendo de los consejos de los cabildos unos cuantos latigazos (si es que eso efectivamente sucede), como es el caso recurrente en algunas áreas del suroccidente. Un agravante adicional es que cuando las madres de las víctimas salen a denunciar a los victimarios en comisarías de familia o fiscalías locales, como lo hicieron algunas recientemente en Caldono (Cauca), las autoridades indígenas anuncian que van a ser castigadas físicamente por no ventilar los trapos sucios en casa.
A todas luces recibir unos cuantos latigazos no es precisamente el castigo que un violador se merece y cualquier líder indígena que quiera garantizar la sostenibilidad de su comunidad debe estar consciente de la necesidad de enrutarse en el camino de ley colombiana y definir las sanciones acorde con la justicia ordinaria. De lo contrario, la extinción de los suyos no se deberá a factores externos, sino a la misma implosión en sus feudos.
Si migramos lo que se refiere a derechos de mujeres en las comunidades indígenas, claramente hay una serie de factores que al igual que a los niños, las ubican en un grado de vulnerabilidad extrema: condiciones de salubridad, morbilidad, mortalidad, educación y claro, violencia.
Desde hace unos días Manuel Teodoro ha estado muy activo en twitter por la exhibición en la Plaza de Bolívar de Bogotá de la escultura de una niña de la tribu embera. Teodoro twiteó el pasado 19 de Noviembre: “Bonita escultura de niña indígena embera en Plaza Bolívar-recordemos- esta es tribu que le corta y le quitan los clitoris de todas las niñas”. Comenzó al anochecer de ese sábado un álgido e interesante debate en torno al tema. La conclusión: tendremos en diciembre la retransmisión de un programa de Séptimo Día sobre la ablación en la tribu embera, el cual fue divulgado hace ya dos años. Infortunadamente, nada ha cambiado.
Teodoro también quiere crear en Facebook una página para que las personas manifiesten allí sus posiciones frente a los límites de la autonomía indígena y como, aunque en el resto del mundo esta tradición de los embera ha causado alarma, aquí nada sucede al respecto.
El Estado no puede seguir mirando de soslayo mientras en algunas comunidades se abusa y maltrata a mujeres y niños indígenas. Que busque preservar sus culturas es una cosa, pero ¿quién dijo que es cultura estar violentando y mutilando a su propia gente? La autonomía de esas poblaciones tiene que tener un límite y este es el mismo que demarca la ley colombiana sobre delitos que cometa cualquier ciudadano de color, raza o creencia que sea.