Ser colombiana en el exterior no es asunto fácil. Hay que empezar por romper los estereotipos que, si bien nos hemos ganado a pulso, se han entronizado en el imaginario internacional gracias a la colaboración de corresponsales extranjeros, canales de televisión, directores de cine, libros de supermercado, obras de teatro, etcétera. Todo un movimiento informativo y cultural que se defiende a sí mismo con el argumento de que la realidad es la que es y su arte consiste en reflejarla. Y es verdad, sólo en parte. Mucho me temo que si en esa realidad –en esa ración de realidad que nos desfigura el rostro cuando se vuelve absoluta– no hubieran encontrado creadores e inversores un filón de oro, hace tiempos hubieran desistido de reflejarla. Pero mientras tenga taquilla, seguirá estirándose cual media de lycra. Máxime si la otra cara de la moneda que sostienen dirigentes bienintencionados muestra pájaros multicolores y quebradas cantarinas. Qué ingenuidad. Entre escotes abultados de silicona, prepagos de quirófano, amantes de capos, sicarios millonarios y la candidez de nuestra naturaleza, la pelea, de antemano, está ganada por el primer bando. Como también lo está entre este y las estadísticas de gestión con las que miembros del gobierno fatigan a sus interlocutores, fronteras hacia afuera.
Qué tarea tan complicada es entender y hacer entender nuestro país. Asumir y explicar que al mismo tiempo que nos enorgullece, nos avergüenza; que lo extrañamos y nos hastía; que es un reto y un freno; que nos eleva al éxtasis y nos hunde en el infierno; que es lo mejor y lo peor; que lo amamos y lo odiamos… Pero que nos indigna que nos señalen.
En los varios años que viví afuera, tuve que aprender a respirar hondo antes de responder a preguntas y comentarios que me hacían. No todos malintencionados, varios eran producto de una tremenda ignorancia, muy común en Europa cuando se habla de América, especialmente de América Latina. Iberoamérica, la llaman en España. Así, colombianos, mexicanos, argentinos…, dejamos de lado nuestras nacionalidades y nos convertimos en harinas de un mismo costal: el de los hermanitos menores y subdesarrollados que La Civilización y sus moradores se tienen que aguantar. No faltan los que nos empaquetan bajo el rótulo despectivo de “sudacas” y nos achacan la razón de ser de todos sus males, y nos dan la bienvenida solo si llegamos a dejarnos la piel en los oficios que ellos desechan. (Hablo de generalidades, no de totalidades). Por eso no es raro que en un mostrador de aeropuerto te quieran averiguar por Bariloche o Viña del Mar cuando examinan tu pasaporte de Colombia. O que en un puesto de aduana te hagan chanzas sobre droga y narcotráfico mientras esculcan tu equipaje. O que algún alto funcionario de gobierno te revele que “no pareces colombiana”. O que, si lo pareces, te digan: Ah, ¡Rosario Tijeras! Ahora supongo que dirán: Ah, ¡Cataleya Restrepo! El nombre qué más da, ambas son asesinas enchapadas en seducción. Y eso vende.
Y molesta. Lo que es a mí, me revuelve la barriga por dentro, con la fuerza de una batidora. Sobre todo porque la cosa no termina ahí para muchos. Para los antioqueños, por ejemplo.
Ser antioqueño, de Medellín, no digamos ya en el exterior, en Colombia, tampoco es asunto fácil. Con frecuencia me ha tocado empezar por reiterar la obviedad de que a pesar de ser paisa, soy colombiana, como lo son las nativas de aquí y de allá y que no reniego por ser de aquí, pero no me importaría ser de allá. (Ojalá con mar, ojalá sin montañas. A veces por la mañana, cuando abro la ventana, imagino unas tijeras enormes que me permiten cortarlas de raíz para dejar el paisaje llano e infinito. Y respirar sin límites). Total, la denominación de origen es un accidente geográfico en un país definido como de regiones. Pasa que la riqueza de las diferencias, en vez de complementarnos, nos separa en una desafortunada lucha que hasta las programadoras de televisión están estimulando. Una “lucha de las regiones” que deja a su paso estelas de amargura imposibles de ignorar.
De los antioqueños se dice de todo, con o sin conocimiento de causa, y es explicable por, al menos, dos razones: de este departamento han salido muchos de los mejores y de los peores protagonistas de la historia patria, lo cual provoca admiración, envidia, culpabilidad… Y venimos de un período de ocho años en los que el ocupante de la Casa de Nariño fue un antioqueño, lo cual provoca desgaste, malestar, ganas de cambiar… Es natural, entre humanos nos movemos, que nos critiquen y critiquemos. Pero es que últimamente se han dicho unas barbaridades… Basta con leer los foros de los periódicos para comprobarlo. Bueno, serán camorristas que opinan en caliente, piensa uno. Lo preocupante es cuando columnistas de renombre, que por dedicarse al estudio y la “comentarística” nacional tendrían que aportar sensatez a la polémica, la azuzan con una irresponsabilidad pasmosa. Ahí está, no más, la frase efectista que usó Caballero para redondear una columna reciente: Una moral de letrero soez de fonda paisa. Ofensiva hasta para los menos regionalistas.
Lo dicho: qué tarea tan complicada es entender y hacer entender nuestra procedencia… (Aquí se devuelve el lector al segundo párrafo y punto final).