''Dios mío'' modifica mi lenguaje

Dom, 14/04/2013 - 01:06
“Dios mío”, “Si Dios lo quiere”, “Gracias a Dios”, “Si Dios me da licencia”, “Con la ayuda de Dios”, “Dios mediante”, “Dios n

“Dios mío”, “Si Dios lo quiere”, “Gracias a Dios”, “Si Dios me da licencia”, “Con la ayuda de Dios”, “Dios mediante”, “Dios nos socorra”, “Que Dios te bendiga”. Y otras muchas expresiones de evocación e invocación celeste invaden nuestro diario hablar.

Nuestro parlamento habitual está plagado de referencias teístas que son pronunciadas de manera automática, como un reflejo condicionado, fruto del aculturamiento al cual fue sometida nuestra infancia, como también, y sobre todo, del formateo cerebral al cual hemos estado expuestos por más de 2000 años de civilización e influencia judeo-cristiana. Que es un acto involuntario, sin intención verdadera ni concordancia semántica, se nos dirá, y es muy probable que así se manifieste. Como cierto es también que estas referencias, por irreflexivas que parezcan, denotan y revelan nuestro recóndito discurrir, es decir, los “demonios” que aún escapan a nuestra razón y que se pasean a su libre antojo por nuestros circuitos neuronales, en donde las sinapsis cargadas de arquetipos celestiales están más sólidamente adheridas de lo que creemos, y que desarmarlas necesita de una acción férrea y deliberada en donde nuestra capacidad volitiva ha de ponerse a dura prueba. Freud nos advierte que todos los actos humanos, por inconscientes o reflejos que parezcan, no son tan fortuitos y que por el contrario tienen como explicación el arraigo de ideas en las profundidades, casi inescrutables, de nuestros sesos. Grave y desesperante, pues ya sabemos que “Nosotros somos nuestro cerebro”. Sí, eso y nada más, sin fábulas tomistas inspiradas de los mundos aristotélicos o platónicos. Y si nuestro cerebro está, cual disco duro de computador, formateado con información judeo-cristiana, cuán difícil será la tarea de deshacernos de esa alucinación grabada a secretas de nuestra razón consciente. En este sentido Darwin ya manifestaba en su tiempo claramente: "Tampoco podemos pasar por alto la probabilidad de que la inculcación constante de una creencia en Dios en la mente de los niños produzca un efecto tan fuerte, y quizás heredado, en sus cerebros no totalmente desarrollados, que les resulte tan difícil librarse de su creencia en Dios, como a un mono de su miedo y aversión instintivos a una serpiente". Entre más contacto tiene una cultura con el mundo intelectual, entre más se expone al debate, a la lectura, a la investigación, menos está su hablar impregnado de alusiones teístas. Entre más acceso tenga el individuo a la educación, menos fabulaciones explicativas del mundo real invaden su mollera, más razonable y buscador de causas reales y tangibles se vuelve su motor de pensamiento. “Nuestra inteligencia es lingüística. Pensamos con palabras, hacemos planes con palabras, nos comunicamos con ellas”, escribe el filósofo español Antonio Marina. Entonces, nuestra lengua, cuando no hay deficiencia física, delata el rendimiento y el sentir del motor central, el cerebral. Tarda con desespero el ingreso del mundo occidental a una nueva era, a la postcristiana, que se encuentra en etapa de desarrollo, pero que llegará inexorablemente. De la etapa actual se escuchan cada vez más fuertes las campanas de su réquiem, pero su acabamiento no se logrará sin antes haber: Demolido tabúes; Derribado culpabilidades aprendidas y recibidas; Eliminado utopías y oropeles heredados del medioevo; Anclado el derecho laico; Sanado el autismo que nos impide analizar, discernir y controvertir lo establecido; Circunscrito el clero a su rol de administrador de una verdad privada; Asimilado que la ignorancia esclaviza; Liberado el deseo y con él el tálamo; Osado descreer; Confinados los dioses en su Olimpo fantástico de donde, tal vez, nunca debieron salir; Desinfectado el cerebro de tanta aserción arcaica, gratuita e irracional. La modificación y emancipación del lenguaje de circunvoluciones deístas es tan sólo un primer paso liberatorio, es un elemento visible de ese enorme iceberg judeo-cristiano que arrastramos de lastre y que frena y anquilosa nuestro desarrollo personal, y el de los pueblos.
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