El agridulce opio del fútbol

Sáb, 12/07/2014 - 14:35
La mancha amarilla se extendió por todas las calles, por todas las ciudades, por todos los pueblos, por los campos, lo invadió todo, lo llenó todo, reemplazando cualquier otra ocupación y preocupa
La mancha amarilla se extendió por todas las calles, por todas las ciudades, por todos los pueblos, por los campos, lo invadió todo, lo llenó todo, reemplazando cualquier otra ocupación y preocupación; se constituyó en prioridad, en único pensamiento, en única verdad, en objetivo primero, en esperanza, en identidad, en noción de patria, en todo, por poco, –si es que no lo hizo– en dios. Y esa mancha amarilla, salpicada del tricolor nacional y de una parafernalia de objetos alusivos a la patria, tuvo sustento y gran aliento en todos los medios de comunicación, se convirtió en monotema de conversación, ese en el que cualquiera es docto, en el que no se necesita saber nada para opinar, para lanzarse en sabiondas divagaciones, en optimistas y versadas cábalas. Y quien osó no participar del jolgorio patriotero que produjo el fútbol, más le valió callar, la incorrección política o la adjetivación de traidor fueron de rigor, así como la lección- reprimenda sobre la acomodaticia noción de nación. Ver un país, a Colombia, inusualmente unificado alrededor de una causa común produce alegría; observar la masa integrada en un objetivo colectivo de sana apariencia sin distingo de clases, razas, colores, ideologías, suscita contento, sensación de colectividad, de hermandad. Pero, sin ánimo de aguar la fiesta, ver esa turba de amarillo uniformada produce también tristeza; cómo pasar desapercibido que ese mismo grado de integración y de aparente norte común no se logra sobre aspectos fundamentales, con acciones más dignas del intelecto o de verdadera construcción de país. Es de desoladora aflicción escuchar, por doquiera, a la gente improvisar “sapientes” discursos, presentar argumentaciones y conjeturas sobre jugadas, estrategias, posibles faltas, calidad de los jugadores, pronósticos y apuestas sobre resultados de los partidos de ese fútbol nacional que se alegra al paroxismo y cuyos integrantes son calificados de héroes, de prohombres, de ejemplos de ciudadanos. Magnificaciones que al menor desliz humano se derrumbarán con la misma rapidez con que fueron erigidas. No sin antes haber sido aprovechadas por los oportunistas políticos para aumentar sus cuotas de popularidad, cuando no de votos. Tienen nuestros compatriotas con este tema para largas horas y días, evitando analizar –eso sí– que ese fútbol jugado fuera de fronteras, en un templo temporal cada cuatro años involucra infinitos costos de construcción de infraestructura y estadios, sin compadecerse de las apremiantes necesidades de inversión en salud y educación, tal es el caso en Brasil, sede de la actual misa cuatrienal. Cómo perder de vista que esta misma turba inflamada es, de manera cuasi general, incapaz, o embargada de desidia, para plantearse un análisis sencillo de aspectos de mayor envergadura intelectual o de verdadero provecho para el país. Pero ¿cómo podría hacerlo cuando no fue preparada para ello? Nuestro pobre, pobrísimo sistema educativo no da para más; así lo corroboran las pruebas Pisa que evalúan la calidad de educación de los países, y en donde Colombia ocupa el deshonroso último lugar. Qué importa, dirán algunos, con tal de que sepamos elucubrar sobre cualquier patada futbolera. Qué no se preste a confusión, no se trata de descalificar ni al fútbol, ni a sus seguidores, ni a su sana afición; esos simplismos no nos son propios. Se pone en relieve sí, que aparte de la exageración y sobredosis futbolera debe haber, también, y sobre todo, cabida para actividades más nobles al espíritu humano. Pensar o tener como única forma de entretenimiento y deleite al fútbol es desolador e indicador de la pobreza mental y educativa que nos azota. Observar las caras hipnotizadas de los espectadores frente a un aparato de televisión que administra/inyecta un partido de fútbol produce una turbadora mezcla que oscila entre la pena y la risa. Incomprensible ver esos rostros de tensión, de dolor, de desesperación, de infinita alegría, de apasionados gestos que denotan estar atravesando por un hecho grande, grave, por el que están dispuestos a sufrir un colapso nervioso o un ataque cardíaco provocado por una sobrecarga de adrenalina. Es triste, por decir lo menos, admitir que esa masa futbolera es obtusa, cuando no alérgica, para pensar o imaginar otras prácticas de endulzar sus vidas –en particular las culturales–, que logren aglutinarla, ennoblecerla al tiempo que divertirla. Guste o no, esta postura es superficial, las actividades del intelecto no ocupan lugar preponderante en las neuronas de nuestra masa nacional; y es que no han sido educadas para tal “innovación”. Razón de más para no cansarse de citar el lúcido ensayo del Nóbel Vargas Llosa en donde nos alerta sobre los peligros de la frívola “Civilización del espectáculo”, esa en la que estamos funestamente incurriendo. Esa manía (¿congénita?) de los seres humanos de querer sentirse superiores a sus semejantes, ese menester primario de dominar, de posicionarse en victorioso sobre el otro, de apabullarlo, bien sea a título personal o de grupo se pone bien de manifiesto en las competencias deportivas. En el caso del fútbol, objeto de este escrito, tal proceder es interesante en cuanto puede ser substitutivo de actos de confrontación bélica real; puede ser una proyección utilizada como paliativo de un conflicto al convertirse en un desfogue controlado, en válvula de escape de una violencia latente y presta a aflorar, una pugna con reglas relativamente claras. Eso sería lo loable y benéfico. Por supuesto, habría de hacerse abstracción de las agresiones, patadas y hasta mordiscos que son propinadas en el ring campal, así como no mencionar tampoco los muertos de las celebraciones postpartidos o las violentas barras bravas, o aquellos hinchas que sin entender que se trata de algo lúdico, asesinan jugadores y seguidores de equipos por fuera de las canchas. El deplorable caso del asesinato del futbolista Andrés Escobar es ampliamente ilustrador. Los narradores y comentaristas radiales y televisivos con sus simplistas y enardecedoras alocuciones cargadas de léxico guerrero tienen, a no dudarlo, parte activa, en esta violencia que colateralmente se desata. Poco o nada nos expresamos quienes no consideramos al fútbol como actividad primordial y eclipsadora de cualquier otra; estoicamente lo soportamos, mas en estas fechas en que se convierte en la prioridad de la masa, compitiendo con su otro opio: el religioso –menos agradable, ha de admitirse. Entonces, para los no adictos ni afectos a esta “disciplina” queda aguantar, comprender, tolerar, pero también denunciar –como aquí se está haciendo– que no es en modo alguno el divertimento más excelso, ni el más noble, y que los fanáticos –espeluznante palabra a la cual nadie debería aspirar– deben considerar también otras formas complementarias de esparcimiento. El índice de lectura en Colombia es de 1.6 libros al año (mientras en Alemania y Noruega es de 17). Es decir, que en promedio, a lo largo de 365 días un colombiano leería menos de 2 libros, cifra desoladoramente baja; para colmo, esta sombría estadística incluye en su cálculo los textos escolares, puesto que se obtiene de dividir el número de libros vendidos entre el número de colombianos en edad de leer. Si sacamos de este promedio los textos escolares, comprobaríamos que un número grande, asombrosamente extravagante no lee ni un solo libro en 52 semanas; pero qué digo yo, en muchos años, si ello no es en toda su vida. De que alarmar a cualquiera. En cambio, y en contraste con este pésimo índice de lectura: ¿Cuántos partidos de fútbol ve por año una persona en Colombia? Me atrevo a asegurar que este promedio supera con creces al de lectura. ___ PD: Quieran las divinidades, la suerte y la cordura, que Colombia no sea sede de un mundial de fútbol. Los oropeles de enormes ganancias provenientes del turismo generado están por verificarse, en cambio los enormes gastos en que se incurriría son reales para una infraestructura que suele permanecer luego inutilizada. Un ejemplo clarificador: 9 de los 10 estadios construidos para el mundial de fútbol en Sudáfrica están abandonados. Veremos qué ocurrirá con los de Brasil.
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