Ningún ave vuela como los gallinazos (para mí son ángeles) y cumplen una importante función ecológica, porque se alimentan de todo lo que se descompone alrededor del hábitat que comparten con nosotros, los desagradecidos seres humanos. Al mismo tiempo, me gusta creer que toda garza es una gaviota, viniendo del mar y no de un potrero. Pero hoy quiero compartir con ustedes una síntesis sobre la vida del águila, porque me impactó mucho cuando me la contaron.
El águila vive aproximadamente setenta años. Cuando vuela por la mitad de su vida, es decir, alrededor de los 35 años, debe detenerse para una metamorfosis de cuarenta días. No es fácil para el águila esta etapa de su vida, porque es ni más ni menos, cuando se prepara para la vejez.
Y como esta hermosa ave de presa, no evade ni posterga la ley de la vida, viaja hasta el punto más alto de una montaña para comenzar a revisar los achaques propios de la edad. Por ejemplo, el pico ya es tan grande y torcido, que le impide respirar. Sus garras son tan largas y deformes, que afectan su efectividad en la cacería. Y sus alas necesitan otras alas, porque ya no le permiten volar igual.
Por lo tanto, lo primero que hace es que con sus garras se arranca el pico. Luego, cuando le nace el nuevo pico, lo utiliza para arrancarse las garras y cuando reemplaza los cuchillos de sus uñas, renueva las alas. Se trata de cuarenta días de intenso dolor y hambruna, mientras se prepara para la otra mitad de su vida.
Pero a los setenta años, le comienza a fallar la vista. Y al darse cuenta que ya no puede ver como antes, vuela lo más alto posible y se deja caer en picada, chocando su cuerpo contra la polvorienta furia de la tierra. En otras palabras, se suicida, como si estuviera de acuerdo con la eutanasia o con una muerte digna. Así es de sabia la naturaleza, a diferencia de las religiones y las culturas…