Con lo percibido en el Caguán, la mayoría de los colombianos ya escogimos nuestros recuerdos y con los lamentables recientes hechos de violencia en la frontera con Venezuela y en El Tambo (Cauca), pareciera que hemos perdido cualquier derecho a vivir en paz. Además, no existen salidas políticas al conflicto, después de haber firmado el Estatuto de Roma.
En todo caso, del Caguán nacieron el Plan Colombia y la Política de Seguridad Democrática, ambas más adelante concebidas dentro del marco de la lucha contra el terrorismo. Es decir, de la guerra contra ejércitos invisibles, tan sorpresivos como las agresiones guerrilleras, que convirtieron a Colombia en otro escenario de una confrontación insoluta.
No nos digamos mentiras, acá financiamos la pacificación con la guerra y como no podemos controlar las fronteras, difícilmente podemos atrevernos a hablar de soberanía. Entre otras cosas, porque la mayoría de nuestros “países hermanos” tienen intereses distintos, opuestos y excluyentes. Ellos reactivan sus economías, el desarrollo social, tecnológico y cultural, priorizando en la nacionalización y no en la internacionalización de sus conflictos, retos, desafíos, vacíos o históricas carencias.
Colombia no defiende la democracia, sino los intereses y aunque la estrategia es legítima, cada vez nos aislamos más del Alba y de Unasur, convirtiéndonos prácticamente en el “Caín de América”. Históricamente hemos vivido entre palomas y halcones, entre presidentes y presidarios. Y ni el régimen, la guerrilla, las fuerzas armadas y la sociedad civil hemos sido lo suficiente maduros para la paz.
Acá no ensayamos la paz, sino que se protegen los intereses, mientras que la violencia ha sido la responsable de la economía de los pobres y de las revoluciones silenciosas o silenciadas, porque la mayoría de ellas no conocen el poder de la fuerza o de las armas. Por lo tanto, los nuevos liderazgos no solo deben provenir de las juventudes, sino de las víctimas que pudieron sanar sus heridas por medio del afecto.
Mientras tanto, derrotar a las Farc seguirá siendo una disculpa para postergar el rediseño del país, porque así como Pastrana no es lo contrario de Uribe, Santos tampoco lo es. En otras palabras, la paz en Colombia no les pertenece a ellos, a Estados Unidos, a Europa o al mismo orden internacional, sino a la imaginación de otra realidad que los colombianos de a pie no hemos descubierto.
El siglo XX no se ha acabado en Colombia, porque el tiempo, la infraestructura, la educación, la ciencia y la incertidumbre, siguen desarrollándose injustamente igual. La crisis sigue siendo la misma, aunque las razones y las causas objetivas del conflicto hayan mutado para continuar el despojo de los desposeídos.
Nuestra tierra hereda lo que la economía especula y la explotación subsidia al mercado que el Estado no controla. Es cierto que la pobreza no explica el conflicto pero sin ella tampoco podemos entenderlo. Unos pocos terneros de levante, algunos cerdos, gallinas y dos animales de carga, explican mejor los orígenes de las Farc, que el 9 de Abril de 1948, cuando fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán.
Es verdad que las Farc se quedaron sin el pueblo y Colombia sin campesinado y aunque la insurgencia ya no se mueva “entre las masas como el pez en el agua”, el país se ahoga lentamente en el fundamentalismo de una democracia mediática. Liquidados por la misma condición humana, la que ahora intenta construir otras alternativas políticas, sin levantamientos populares o tiranías constitucionales.
En Venezuela, por ejemplo, no existe una dictadura de izquierda como tal, sino una dictadura militar, que emerge gracias al poder del petróleo para organizar sus intereses e influencia en América Latina. Y para las Farc es conveniente y atractivo ese tipo de expresiones, porque movilizan las agendas políticas, bajo una fantasía de libertad, escondida desde los tiempos de la revolución cubana.
Toda ideología representa una falsa certeza pero una ideología impuesta, termina construyendo una realidad deplorable. Desde la Colombia de 1810 o desde Santander y Bolívar, se impuso la construcción de instituciones, el manejo de la economía, la política internacional, el direccionamiento de la fuerza pública y el acceso para la representación electoral. En consecuencia, Colombia no resolvió 39 guerras civiles en el siglo XIX y ahora vive la frustración de no poder encontrar una salida negociada al conflicto histórico y contemporáneo con las Farc.
La encrucijada es completamente estúpida: ¿O todo el poder para unos pocos o todo el poder para las Farc? Pero estamos hablando de un país donde se hereda para mandar o se nace para no obedecer. La UP, por ejemplo, fue una representación moderna de lo que se sigue denominando “el miedo al pueblo”.
Y como del miedo siempre surge naturalmente una respuesta violenta (en este caso bajo el argumento de estar en contra de la combinación de las formas de lucha), Colombia perdió la oportunidad de consolidarse como una nación constitucionalmente legítima. Pocos condenaron ese genocidio, entre ellos los conservadores, la iglesia y los liberales, porque desde la época de Santander y Bolívar, se tratan de las mismas élites en vertientes distintas.
Para ese entonces, jurídicamente era posible negociar la paz pero lamentablemente después de 50 años ya no, porque la legislación internacional no permite perdonar lo que cualquier colombiano perdonaría. Recordemos que paradójicamente a la Constitución de 1991 la llamaban la “Constitución de la paz” pero las Farc nunca fueron invitadas para incluirse, ayudar a elaborarla o a sentirse parte de ella.
Curiosamente, el expresidente Gaviria pasó a la historia como un progresista, digno de ser un forzoso representante del galanismo, que abolió la extradición de los mismos mafiosos que le arrebataron la vida a Galán. La vida es injusta y como en la política se suele perder con cara y con sello, Samper, que retomó el tema de la extradición, terminó arrinconado, “sin visa para un sueño”, sin poder desarrollar lo que hubiera sido un importante programa social, desaprovechándose la Ley 418 de 1997 para la búsqueda de la paz.
Así como la política exterior es un reflejo de la política interna, la crisis de nuestro modelo económico, demuestra la crisis de nuestro modelo político. No olvidemos que a Colombia la descentralizó la violencia y la corrupción, hasta el punto de que pasamos de ministros abiertos al diálogo y de presidentes expertos en resolución de conflictos, a estudiantes egresados y contaminados por las mejores universidades gringas.
Prolongando la dependencia de lo que llamamos “verdad”, la que encarcela los más profundos sentimientos, haciendo de los procesos del drama la tragedia del final. “Todos los crímenes en Colombia son de lesa humanidad”, sin embargo, todos los intentos de paz, han sido marcatizados por los poderosos grupos de interés. Por lo tanto, el sentimiento nacional está desde hace mucho tiempo cooptado, enjuiciando cualquier intento de paz como “bueno” o “malo”, como “procedente” o “necesario”.
Mientras tanto, semejantes poderes de interés, contrastan con las debilidades argumentativas de quienes desconocen las inmensas necesidades de la sociedad contemporánea para poder progresar plural y pacíficamente. La fuerza que se legitima con la fuerza no es legítima y aunque la ilegalidad sea anacrónica, su ciclo debe terminar con el absolutismo de los derechos del hombre.
Las Farc ya no pueden tomarse el poder por las armas y el Estado no puede aniquilar hasta el último de los guerrilleros pero los civiles sí podemos escoger vivir en paz, frustrando para siempre la consigna de los fusiles. Pero marchar diciendo “no más Farc” no será suficiente, porque ya sabemos que “cuando se acaban unos, comienzan otros”.
Los civiles debemos proteger nuestro territorio, usufructuándolo, porque somos en la gran mayoría gente buena, dispuesta a compartir derechos, “a quemar billetes” pero jamás a canjear nuestras libertades. Ya sabemos que si las Farc persiguen a los colonos, que comiencen a perseguirse a ellos mismos, a las 57 fincas de Tirofijo, a sus clandestinos fondos ganaderos y a las miles de hectáreas usurpadas por todo el país.