Ideas por consumo

Sáb, 07/03/2015 - 15:29
Llegó a clase y les preguntó: “¿Jóvenes, ustedes por qué estudian?” Muchos respondieron que porque querían tener un carro, una casa, ropa, viajes y poderse dar sus gustos.  ¿Qué otra cosa
Llegó a clase y les preguntó: “¿Jóvenes, ustedes por qué estudian?” Muchos respondieron que porque querían tener un carro, una casa, ropa, viajes y poderse dar sus gustos.  ¿Qué otra cosa podría responder uno, para qué más se estudia sino para salir adelante comprando las cosas que uno quiere? ¿De qué otra manera sale uno adelante? Posiblemente, la respuesta hubiese sido similar en un grupo de trabajadores de una empresa cualquiera: “ yo trabajo para comprar una casa, para las cosas para el bebé, un carro, unas botas, unos zapatos…” Sin caer en romantisismos, ya casi nadie trabaja o estudia por un ideal político, por la patria, por la democracia, el socialismo, por ideas religiosas, por la libertad de expresión o por la seguridad democrática. La mayoría de nosotros trabaja para tener la libertad de consumir lo que queramos, cuando queramos. Las grandes ideas comunes que permeaban la identidad de las personas y sus decisiones sociales y personales, ya no existen. Cuando Francis Fukuyama dijo que la caída del Muro de Berlín representaba “fin de la historia”, se refería al fin de la historia de esas ideas que hasta ese entonces habían moldeado el devenir de las sociedades afectadas por el pensamiento europeo, o sea casi todas. Con la caída del Muro, el ideal socialista llegó a su fin reemplazado por un sistema económico capitalista que no proponía una ideología común que unificara a la gente sino el acceso al libre mercado. Ya no luchamos por el estado, ni por un proyecto común, ni por una idea religiosa, sino por el consumo de un objeto. Entonces se reemplazan los ideales por objetos, se democratiza un mercado y se impone una libertad para elegir qué se va a consumir. El objeto de consumo se vuelve el centro de todo, el fin y la razón que motiva nuestro día a día. “Es la globalización de un sistema económico capitalista que termina globalizando la cultura”, plantea el psicoanalista Samir Dasuky. Sin embargo, vale la pena aclarar que se globaliza la cultura, no como intercambio cultural entre países, sino como homogeneización del gusto por el mismo objeto. Hoy todos queremos vestirnos igual, queremos manejar el mismo carro, tener la casa como todos, deseamos el mismo tipo de mujer/hombre y seguimos estilos de vida parecidos que borran las diferencias culturales. De hecho, el acceso a un objeto es lo que terminamos usando coloquialmente para medir qué tan desarrollado está un país. Si vemos un Mcdonalds, si hay almacenes de marcas en un centro comercial, o si la gente vive en edificios con arquitectura parecida, entonces el país se está desarrollando y le está yendo bien. O sea, entre más se parezca al resto, mejor. Sino, algo raro estará pasando en ese país y seguramente necesitarán una dosis de “libertad y democracia”. Pero aterrizando un poco el tema a nivel personal, como para que no suene tan escuelero  ¿qué es lo que hace que cuando mi prima se sienta triste, pelee con el novio, le vaya mal en el trabajo o no tenga nada para hacer, decida ir a un centro comercial para cambiar de humor y estar más a gusto? A lo mejor, es esa satisfacción que produce el consumo. Esa ilusión de llenar un vacío a través de un objeto. Ese deseo insatisfecho que dejaron los grandes ideales comunes. Terminamos entonces haciendo parte de una sociedad que se define y se relaciona a partir del consumo. Fulanita es así porque se pone este tipo de ropa, kiensito debe tener un estilo de vida así porque maneja tal carro, “la cartera de esa niña me gusta, voy a ir a hablarle” y así innumerables ejemplos de decisiones inconscientes que tomamos a partir del consumo. Todos siendo parecidos por la satisfacción que genera el objeto de consumo pero divididos por el conflicto de todos querer lo mismo. Una de estas consecuencias es que el vínculo humano es violento. Como todos competimos por el mismo objeto (el BMW) todos peleamos por lo mismo al costo que sea. Basta preguntarle al esposo de la tía que vive en Nueva York sobre su ritmo de vida para darse cuenta de lo hostil y agotadora que pueden llegar a ser su vida. El lazo social desaparece, el vínculo con el otro se vuelve superficial y aparecen soledades angustiosas que se tratan de llenar con más consumo o entretenimiento desmedido. Además, siempre hay deseo insatisfecho porque el objeto nunca es suficiente, siempre se quiere más cuando se alcanza el objeto deseado. Siempre está la seducción de algo mejor que convierte al consumo en un espejismo o una ilusión a la que seguimos aferrados creyendo que cuando logremos comprar la casa o tener la moto, vamos a estar mejor. Esto se vuelve insostenible y hostil para todo y para el medio ambiente. No hay planeta que aguante nuestro ritmo de consumo, ni suficiente dinero para que todos lleguemos al mismo nivel de consumo. Utopía que plantean nuestros políticos. Pero lo más preocupante es ¿quién termino siendo yo si no tengo con qué consumir, como me podré relacionar con los otros?
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