"El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir."
José Saramago, Discurso de aceptación del premio Nobel, 1998
Quiero recordar, porque hoy siento que puedo recordar lo que quiero, quén fue la primera persona que yo consideré sabia. De niño creí que era mi madre. Tal vez porque ella era la dueña de la palabra, esa que alimentaba mi niñez chocoana con historias, aparecidos y espantos, con memorias y hechos antiguos, también con futuros. Alimento precioso para un niño llamado Martín, nacido en Quibdó, año 68, ajeno a lo que se gestaba en ese Mayo francés, al que a la mañana siguiente, como si la vergüenza por el parloteo de la noche anterior se esforzara por “alimentar de verdad”. Lo urgente siempre prima sobre lo importante, así que mi madre –y también mi padre- salían cada cual a buscar el sustento, porque de algo hay qué vivir y lo demás son cuentos. Pragmatismo por sobre todas las cosas. Tal vez por eso dejó de contarme historias, “eso no da pá comé”. Cuando mis siete años fueron arrastrados, a fuerza de abandono del padre y búsqueda de un lugar donde mi madre pudiera coser los sueños de otros, comenzó la vida de andariego que aún llevo.
En Medellín culminó mi aprendizaje de tipo rudo, de esos a los que no les importa morir. Me gradué con honores en eso de la vida en la calle, la rebeldía, el rebusque a cualquier precio, con ansias de cada vez más. Con un arresto a cuestas y mis diez y ocho años recién cumplidos, mis pies juveniles ya trajinados me llevaron a la Costa Caribe. Sin nada. Esos amigos con los que uno se junta en la calle, esos que también a fuerza de haberlo creído todo ya no creen en nada, esos para quienes las historias, los aparecidos y espantos, las memorias y hechos antiguos ya son tan antiguos que dan por seguro que nunca existieron, esos muchachos que rondando los veinte saben que no tienen futuro, esos, me dijeron un día: “váyase pá la Costa. El costeño es perezoso y allá se puede hacer plata.” Allí aprendí que ni el costeño es más perezoso, ni hice plata. O la hice y me la gasté, ya no me acuerdo. Sí hice otras cosas: contrabando en la Guajira, marinero improvisado llevando y trayendo, viajes por los mares azules del Caribe, pirata avezado de tierras ajenas anclado un buen día en un paraíso maya vuelto turismo, sin plata, sin nada. De nuevo sin nada.
O con casi nada, que es lo mismo. Una nada que ya había comenzado a llenarme. Yo no lo sabía. Como no sé hacer mayor cosa, manos torpes que no saben oficio, cabeza hueca que no alimentaron de niño, barriga inflada por el hambre y la sed de la ambición del dinero fácil que bañaba mi patria, que el mundo aspiraba. Con lo que pude, con lo que me tocó, con estas manos mías que nada sabían, un buen día volví a Barranquilla y aprendí a hacer arepas. Milagro ancestral amasado por mujeres antiguas me sacó de esa olla, para meterme en otras de más viajes y más líos, yo que sólo de eso sabía. Hasta llegar a Cartagena, ese corralito de piedra que puede ser tanto un infierno como un paraíso. Ya con los pies cansados, el alma curtida y el desencanto anidado, vendí mercancías y dormí en piezas de a cinco la noche, sin baño, sin cama, sin nada de nada. La vida me reservó una sorpresa, como a cualquier Aureliano Buendía: una calurosa tarde cartagenera el hielo traído por Melquíades muchos años antes habría de trazar un nuevo rumbo a esta vida mía de andariego incansable, al que ninguna alquimia había logrado retener por mucho tiempo en ningún lugar, en ninguna carreta: vender agua bien fría por las calles ardientes aplacó también mi sed milenaria. Literalmente. El hielo me llevó al agua, y el agua me fue llevando contra la corriente hacia el origen mismo de las narraciones maternas en noches de infancia: empecé a leer como un naufrago hambriento mientras calmaba la sed de peatones sedientos.
Vendí agua que me daba unos pesos, malcomer, malvivir, malvestir y sobrevivir. Vendí agua en un parque al señor de la Escuela de Periodismo, hablamos de libros, me regaló algunos. Luego vendí agua y abonaba en las librerías y compraba libros. Compré libros para vender agua para comprar más libros para leer mientras vendía agua. Vendí agua para comprar una linda carreta, la más linda de todas. Y compré libros para llenar esa carreta. Y empecé a empujarla como quien pasea un bebé por estas calles llenas de mugre, turismo y de rumba, pero también de sonrisas, cultura y de historia. Pero no vendo mis libros. Los presto. Mi carreta es prestarlos. Y leerle a los niños cuyas madres me dejan, y a los grandes cuyos afanes se lo permiten. Mi carreta es difundir la lectura. Llevo mi carreta y sus libros, que son libros de todos, a todos los barrios, a todos los pueblos.
Vendí agua para pagar mis boletas para el Hay Festival. Vendí agua para entrar al Congreso de la Lengua Española. Vendí agua en la fila para esos eventos y se me hacía agua la boca cuando me decían: “no se puede guardar puesto en la cola”. Se me hacía la boca agua cuando los niños se me acercaban y me preguntaban “¿qué hace?”. Ya casi ni me acuerdo que se me hacían agua los ojos cuando las madres les decían “él no hace nada”. Se me aguó la vida cuando el jefe de la Policía de seguridad me dijo en un parque “usted no puede estar aquí”. Eso no se me olvida. Me trató como un estorbo. A mí, a mi carreta y a mis libros.
Escribo esto en una tarde festiva, carnaval en mis calles novembrinas, en esta Cartagena que no logra independizarse del todo, en este país que aún es colonia por dentro. Desfilan las reinas, comparsas y músicos, disfraces, farándula y cámaras, maicena, bolsas de agua estrelladas en calles y caras, gentes de todas las clases se apilan en torno a esa fiesta serratiana en la que revolotean las faldas bajo banderas de papel verdes rojas y amarillas, empapados en alcohol piropeando las muchachas… Ya mi carreta no es esa, la vida y el hambre y el sinfuturo, y el hielo y el agua le enseñaron a mis pies caminantes y a mis manos inútiles a valorar lo más entrañable: las historias, los cuentos, los poemas, los libros. Ahora mi carreta es literaria. Leo para no olvidar que el olvido es el peor de los males, leo para recordar que aún es posible aprender a borrar toda esa nostalgia de lo que no tuve y se fue, leo para creer que puedo recordar lo que quiero. Leo para compartir mi carreta. Para no olvidar que fue una suerte que en un lejano viaje frustrado en barco a Panamá para hacer contrabando conocí por primera vez este mar, esta ciudad sembrada de piedra y de indolencia, de poesía y lamento, de lujo y lujuria, de buen comer y de hambre, pero también de gente que cree que aún es posible la posibilidad de creer.
No gano plata. Y no me preocupa. Ya olvidé para qué la quería en demasía. Ahora leo y presto mis libros. Leo y presto mis libros para no olvidar lo que alguna vez mi madre me dijo, lo que dicen muchas madres y padres que hay en el mundo, y lo repitió muchas veces la mía: “Usté es un bueno pá ná.”
Martín Murillo, La Carreta Literaria
http://www.mineducacion.gov.co/cvn/1665/article-131001.html
http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-6497668