Un departamento tan rico en recursos naturales, tan privilegiado en su ubicación estratégica, tan diverso en lo social, étnico y cultural y tan importante para la prosperidad democrática, no se entiende cómo está sumido en una crisis tan profunda, cómo vive una inestabilidad política tan grande, como no logra unificar su liderazgo y recuperar el norte.
Por muchas explicaciones que nos demos sobre lo que está pasando las respuestas no son sencillas y las soluciones menos.
En 53 días el Valle del Cauca enfrentará de nuevo las urnas para escoger la persona que nos debe gobernar en los próximos tres años y medio después de vivir el desencanto de tener un gobernador encargado por un mes, que reemplazó al que estuvo por tres meses y que fue destituido, que sucedió a otro encargado por un año escaso y éste a su vez reemplazó al que no terminó su período; un sinfín de gobernantes que desembocaron en el último encargo de la señora Carabalí que estará allí a lo máximo otros tres meses. Errores que nos han costado atraso, pérdida de autoestima y de oportunidades económicas, sociales y políticas.
¿Quién paga las equivocaciones? El mismo que las causó, el pueblo que elige y que muchas veces se tranza por un tamal, por una promesa imposible, por espejismos engañosos, por campañas políticas en las que se pinta “el futuro” como algo maravilloso para luego llegar a la dura y cruel realidad: políticos que gobiernan para ellos y su grupo, no para el bien del colectivo social.
En esta cadena de equivocaciones también tiene su cuota parte la dirigencia que, a pesar de sus éxitos económicos, no parece entender bien a ese pueblo vallecaucano, no logra sintonizarse con sus aspiraciones, no se da cuenta de que hay un resentimiento creciente hacia todo lo que huela a oligarquía y no parece tampoco darse cuenta que existe una exclusión silenciosa pero efectiva: la pobreza que se vive en medio de un departamento inmensamente rico o la sensación de abandono que tiene la gran mayoría de nuestras gentes en ese Pacífico negro, en esa ladera campesina y en esa marginalidad de los barrios más pobres de Cali.
Por supuesto que también tenemos nuestra cuota parte en esta crisis los que opinamos pero no actuamos, nosotros la clase media que vivimos cómodamente, con apretones y sobresaltos pero sin que nos falte lo fundamental. Los que pertenecemos al sánduche, que preferimos mirar para otro lado en los semáforos y abstenernos en las elecciones, los que alzamos los hombros y nos vamos de rumba a gozar porque ya todo está perdido.
Pero lo más grave sería creer que nada peor nos puede pasar. No nos equivoquemos, todavía podemos caer más bajo, podemos repetir errores, podemos feriar el futuro, podemos entregarnos a las mismas mafias, podemos hundirnos en la desesperanza, conformarnos con poco o con muy poco.
O, acaso, podemos dar un giro creativo, entender que la política es también la recuperación de la esperanza, de lo ético, creer que los paradigmas se pueden cambiar, que ganar de cualquier manera puede ser perder y que los pueblos labran su propio futuro.
Esa es la encrucijada que enfrentamos y yo como vallecaucana confío en la sensatez de nuestra gente, quiero creer que las soluciones no se darán en las sumas y contabilidades de maquinarias y fuerzas políticas, sino en la rebelión democrática de los y las electoras consientes, de unas masas que se dan cuenta finalmente que si en otras partes se ha podido cambiar, aquí en el Valle del Cauca, también podemos. En nuestras manos está el cambiar todo o seguir perdiéndolo todo.
