Vuelve a estar de moda la posibilidad de prohibir las corridas. El nuevo alcalde de Bogotá no quiere que los recursos del Distrito financien la temporada taurina y reabre la discusión sobre su naturaleza y conveniencia. En una columna anterior defendí una posición algo particular al respecto: allí dije, sobre su naturaleza, que la corrida en efecto es arte y reconocí que el despliegue estético que propicia nunca pasó inadvertido para mí, que hasta hace poco iba a la plaza de toros y disfrutaba la "fiesta taurina" como ningún otro espectáculo porque tiene la particularidad de que en él el artista “se juega la vida”, y no en sentido metafórico. La belleza se esconde en los lugares más inesperados y la violencia, aunque cause perplejidad, puede ser el catalizador de la transmutación estética. El cine de Tarantino y Von Trier, la música de Wagner, la prosa de Vallejo y la pintura de Munch, entre otras manifestaciones artísticas, ilustran colmadamente que el arte y el sufrimiento pueden ser compatibles. Las corridas no deben considerarse una “salvajada”. Salvajada es reducirlas a una mera carnicería por la incapacidad para comprenderlas: la manera más fácil de evadir un problema es soslayar la apreciación de todas sus dimensiones.
Sin embargo, también sostuve en aquella columna, con respecto a su conveniencia, que es mejor prohibir las corridas para evitar el sufrimiento injustificado del toro, un animal con sistema nervioso complejo que puede experimentar dolor y sufrimiento equiparables a los del hombre, lo cual resulta intolerable en una época cada vez más sensible a los derechos de los animales y en consonancia con la legislación internacional que propende por defender su dignidad. Algunos replicaron que los animales son "propiedad" y que por lo tanto reconocerles derechos es un exabrupto. Tanto las mujeres como los negros fueron propiedad en su momento, hasta cuando en un gesto civilizador fueron considerados sujetos de derechos. Los derechos son una convención jurídica históricamente maleable y una sociedad sensible a la dignidad de los seres vivos puede optar legítimamente por reconocerles derechos a los animales.
Como los taurinos carecen de argumentos sólidos a favor de la tortura animal, recurren al manido expediente de las comparaciones inconducentes. Igualar la corrida al matadero es estéril porque la diferente finalidad de ambas actividades impide la analogía: matar toros por divertimento y hacerlo para satisfacer una tendencia alimentaria carnívora es del todo distinto, sin mencionar lo absurdo que resulta buscar justificar una crueldad con otra. También se alega que la economía del toro de lidia y las corridas alimenta muchas familias. Sin embargo, que la tauromaquia produce plusvalía no es argumento para permitirla o prohibirla. La guerra, el narcotráfico ilegal y la trata de personas también enriquecen a mucha gente y justamente por el daño colateral que conllevan es que no queremos perpetuarlas. Otro tanto ocurre con el argumento de que "la mayoría" de los colombianos, según las encuestas, está a favor de prohibir las corridas. La mayoría de los colombianos también podría estar a favor de despropósitos como penalizar irrestrictamente el aborto y criminalizar a los consumidores de drogas, y no por ello hay que desconocer los derechos constitucionales de la mujer y la libertad del adicto, quien sigue siendo la principal víctima del narcotráfico aunque muchos se empeñen en hacerlo el victimario.
Todas estas acrobacias argumentativas fueron condensadas por Schopenhauer en su “Dialéctica erística”, en una estratagema que denominó "amplificación" y consiste en extender artificiosamente el campo de la discusión para refutar argumentos que le son ajenos. Hay que entender la discusión para poder participar en ella sin distorsionarla. El debate de hermenéutica constitucional sobre las corridas responde a la colisión de derechos específicos: la actividad taurina como manifestación cultural, por un lado, y la dignidad del hombre, la protección del medio ambiente y la función social de la propiedad, por el otro. Tal como lo delimitó la Corte Constitucional en la sentencia C-666 de 2010, es su dignidad la que le impide al hombre, como ser superior del reino animal, al igual que su deber de cuidado de los recursos naturales que incluyen la flora y la fauna, infligir sufrimiento injustificado a otros seres vivos, aunque ellos sean de su propiedad pues su función social y ecológica así lo impone.
Se puede estar en contra o a favor de reconocer dignidad a los animales, y por ende no considerarlos mera propiedad ni objeto indiscriminado de sufrimiento, pero ello no equivale a una pretensión universal de vegetarianismo. Hasta ahora la Corte Constitucional ha evitado abordar la discusión sobre la titularidad de derechos de los animales, defendiendo la prohibición de maltratarlos con base en la protección del medio ambiente, mientras su derecho a la vida con fines alimentarios sigue siendo disponible por sus propietarios. Sin embargo, esto no significa que los animales estén condenados por siempre a la cosificación. Algún día haremos caso a la dura observación de Schopenhauer: “El hombre ha hecho de la Tierra un infierno para los animales”.
Abogado, candidato a doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad de París II Panthéon-Assas