Mi fanatismo de su cuerpo

Jue, 01/09/2011 - 00:02
Nuestro amor no fue furtivo ni público, sino impúdico, fluido, inatajable. Un amor de piel, sin duda. Y de mi alma colgada en el contacto de sus yemas y su lengua má

Nuestro amor no fue furtivo ni público, sino impúdico, fluido, inatajable. Un amor de piel, sin duda. Y de mi alma colgada en el contacto de sus yemas y su lengua mágica. La nuestra fue pasión tallada al ritmo del trepidante palpitar de sus latidos que, cada vez, revelaron cuanto sentía mientras iba empujando lentamente mi existencia en la suya. La amé sin pausas, desde los huesos, sin saber por qué ni querer evitarlo, y ella me adoró o no me quiso, intermitentemente, durante el transcurrir de su maduración de hembra temprana a mujer total. Era bellísima. Su pelo fue mi selva. Una espesura densa y tersa que al rozar mi rostro me hacía cerrar los ojos e imaginar una invasión de mariposas con alas de terciopelo, que llegaban a acariciarme la vida. Me encantaba su pelo, me hipnotizaba su contacto. Después de nuestros retozos, caminaba a mi alrededor invadida del pícaro deleite de saberme derretido contemplando su talle grácil, fuerte, delgado sin flacura y adornado por sus tetas hermosas. Me enloquecía esa cintura que cabía en mis manos; su ombligo de sacerdotisa vestal, el tenue lunar en su vientre; sus muslos como un par de columnas perfectas de músculos sólidos. Los pies me gustaban; no eran perfectos pero si bellos, y como me obsesionan los pies, los miraba largamente con devoción de prosélito obnubilado. Siempre volvía para agarrarme con sus manos delgadas de fuerza incomprensible como si el vigor de sus dedos de pianista le saliera del seno. Era una gacela, una libélula, y aunque no era mía, la sentía propia sin importar mucho que la perdiera con frecuencia en mis tribulaciones o sus dudas...

Cuando empecé a amarla, no era amor aún, sino una tarea profesoral de amante tierno que volvía didáctico el goce y gozaba la dulzura de una entregada alumna que se revelaba diosa natural en el arte que pretendía estarle enseñando. Me dediqué a descifrar sus códigos, a mostrarle la ruta hacia los míos; se los dejé encontrar mientras yo mismo iba decodificándolos, como si ambos desarrolláramos conscientemente un idioma nuevo, único, mutuo, silente... Mis dedos en sus ijares eran un llamado a sus nalgas; mis besos en sus muslos fueron señal a sus pezones que se volvían guijarros  ansiosos. Su boca en mis labios, su lengua y mi lengua, su saliva y la mía, todo ese beso que surgía, se volvía una tormenta dulce, fuerte y húmeda, mientras un tifón de hierro surtía un cosquilleo constructor en mi centro y en su corazón, que latía como un redoblante enardecido. Era un ser incomparable... Los labios dibujados, llenos, bellos... con su roce mojado se solazaban en sacudirme entero. Su boca juguetona, hábil se volvía una mano húmeda de dos dedos carnosos, blandos y horizontales, que atrapaban y sometían al ser invisible que vivía en mí y luchaba por fugarse cada vez que solo ella podía despertarlo... Los besos, uno por uno y todos, fueron orgasmos sin ocaso, síntesis perfecta, efusión pura de labios que se comían con hambre sin saciedad posible. Pasión hondísima, besos sexuales con raíces en dos cuerpos que se batían como si nuestras lenguas fueran espadas asidas desde la entraña; besos del alma y de amor intenso; porque el amor se adivina mejor en los besos que por el cruce de ansiedades que culmina en un crepúsculo genital de jadeos y sábanas deshechas. Sí. Nuestros besos fueron épicos, incomparables, inagotables, y cada vez, a partir de esos besos, los cuerpos se iban adhiriendo palmo a palmo, célula a célula, como si cada poro mío hubiera sido otra boca pidiendo devorar los suyos que rogaban ser mordidos, chupados, amados... Así, piel a piel, nuestra carne se volvió gemela y nuestros cuerpos se volvieron adictos a tenerse. No éramos hombre y mujer sino seres celestiales; ángeles que viajábamos en cuerpos humanos durante jornadas maravillosas de ternura, de gemidos, de "teamos" susurrados al oído sin pausas, mientras yo vivía en ella y se dejaba habitar de mi, feliz, poseída, embriagada con nuestro placer, con la fuerza del contacto y con la devoción de mis pupilas, tan clavadas en las suyas como yo mismo en toda ella. Con el tiempo, lo nuestro  dejó de ser amor para hacerse religión, idolatría, obsesión saciada, colmada en cada encuentro y causada al instante después de cada partida.

Aquel día, todo olía a melancolía. Desperté triste sin saber por qué, miré al cielo y unas gruesas nubes de plomo me avisaron que el universo se teñiría del color que toma el alma cuando se ahoga en lágrimas. Ese día, en la cerrazón de la tempestad que ya venía, sentí la necesidad de su abrazo, de buscar refugio a mi desasosiego inexplicable. Para entonces, la tibieza de su cuerpo era la única respuesta a mis fríos... Jamás faltaría calor ante la proximidad de la piel mía, pensé, y una flecha de dudas me atravesó limpiamente. Desterré el presagio aunque mi pecho temblaba fuera y dentro; sentía una rara opresión en los pulmones y un nudo invisible ceñía mi garganta ahogándome. La encontré donde siempre, me acerqué como siempre y busqué enlazarme en ese medio complemento de cóncavo y convexo que fuimos en los cuerpos, en los besos y en la risa… Llegué a ella despacio por su espalda, la empedré de besos breves que fueron dibujándose uno a uno en la cascada de su columna; mis labios apretaron y soltaron su piel, vértebra a vértebra, las besé mil veces cada una hasta caer donde la espalda se vuelve un abismo entre las dos colinas que abrigan la boca de esa mina de fruiciones que es el pubis. Besé sus talones, apreté sus pies, lamí sus tobillos, mordí suavemente sus muslos por detrás, puse mis dos palmas alrededor de su cintura y me pegué a ella, agarré su pecho con la mano abierta, deslizando el brazo bajo su cuerpo, acaricié su nuca con los dientes y la lengua; la busqué, pero no la hallaba, rocé sus pies con los míos, mis rodillas con sus piernas, pero no estaba. No encontré concavidades, no apareció su abrazo,  ni me buscó su boca como siempre. No me encerraron sus muslos de prisión perfecta, ni me comió su lengua o toda ella con su potencia enamorada... No. Parecía dormida, no oía o no entendía nuestro lenguaje. Subí mi cara sobre sus hombros y vi su tez bella, no dormía. Sus pestañas entrecerradas temblaban, sus ojos eran un mar, y mil lágrimas mojaban el algodón de la cama que fue nubes y aire de esa órbita íntima que navegamos tantas veces. -¿Qué te pasa? pregunté. El hilo de su voz fue un susurro quebradizo: -No sé, no siento nada. No quiero nada...

La había perdido. Y nuestro amor entero, ese raro día, de un soplo se extinguió para siempre.

@sergioaraujoc

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