Perdimos la guerra

Lun, 07/03/2016 - 14:24
Miguel Gómez Martínez

Asesor económico y empresarial

migomahu@hotmail.com

A pocas semanas que se firme el Acuerdo de Paz, no tiene sentido analiza
Miguel Gómez Martínez Asesor económico y empresarial migomahu@hotmail.com A pocas semanas que se firme el Acuerdo de Paz, no tiene sentido analizar si Colombia podría haber transitado por un camino diferente. Sin importar la resistencia de la inmensa mayoría de los colombianos, sin tener en cuenta las advertencias de las ONGs de derechos humanos, sin cuantificar las consecuencias que tendría para la viabilidad económica del país en las próximas décadas, el gobierno firmará ese acuerdo lleno de ventajas para la contraparte. Es la única opción para no pasar a la historia como la peor administración. Pero en este país donde la historia no existe, conviene recordar cómo estábamos hace pocos años y cuál era el entorno geopolítico internacional. Desmontemos un mito: no es cierto que la guerrilla no pudiese ser derrotada. En términos militares nunca tuvo la posibilidad de derrotar al Estado. Lo más cerca que estuvo fue durante el fallido gobierno de Ernesto Samper cuando logró algunos triunfos simbólicos en zonas apartadas. Sus golpes terroristas, por perturbadores que fueran, no ponían en peligro las instituciones. Ya en la administración Pastrana, mientras se adelantaban los diálogos del Caguán, el poderío militar se restablecía en favor de la legalidad gracias al Plan Colombia y al importante esfuerzo tributario de los ciudadanos. Pero la guerrilla estaba derrotada políticamente. Lo estaba en el interior donde había logrado unir a los colombianos contra ella. Su inexistente popularidad y su anacronismo ideológico la condenaban a un lánguido final. Y vino el 9-11 del 2001. La guerra mundial contra el terrorismo fue declarada por la humanidad. La tolerancia contra movimientos como la guerrilla colombiana despareció. Álvaro Uribe aprovechó al máximo esta circunstancia cuando llegó al poder en el 2002. Su política de Seguridad Democrática no sólo contaba con un inmenso respaldo popular, sino era apoyada por todas las grandes potencias que entendían el reto que significaba el terrorismo para la democracia y las libertades civiles. Sin capacidad militar y sin espacio político, la guerrilla estaba de capa caída. Fue marginada de la escena nacional y en muchas regiones desapareció. Su capacidad operacional disminuyó de forma significativa. Esa es la verdad, así el discurso político de ellos afirme lo contrario. Santos recibió ese legado de los ocho años de Uribe. Estaban dadas las condiciones para un final del conflicto que incluía mantener la presión militar e iniciar un proceso de incorporación a la vida política de quienes en la guerrilla reconocían el poco futuro de su causa violenta. Pero el proceso de paz, por el que los colombianos no votaron en el 2010, inició con el pie izquierdo. La guerrilla afirmó que estaba negociando porque no había sido derrotada y el gobierno aceptó esa resurrección política. Se escogió a garantes que no eran neutros sino amigos de la contraparte, se amplió la agenda a todo tipo de temas y, lo peor, se aceptó que los colombianos eran igualmente responsables del conflicto. La negociación, dirigida por un hombre de débil carácter y coordinada por un seudo- intelectual confuso y tortuoso, terminó entregándole a la guerrilla todos los espacios políticos y jurídicos. Hoy estamos delante de la evidencia de haber perdido una guerra que teníamos ganada, comprometiendo nuestro futuro como nación y abriendo un período de incertidumbre donde todos los escenarios, incluso los peores, son posibles.
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