¿Queremos mejorar la educación pública? Enseñemos latín y griego

Vie, 12/12/2014 - 03:21
Thálassa, thálasa, dijo el Profesor Richard Talbert cuando vimos la laguna de Guatavita tras una cam
Thálassa, thálasa, dijo el Profesor Richard Talbert cuando vimos la laguna de Guatavita tras una caminata empinada de unos veinte minutos. Cualquier estudiante del mundo antiguo hubiera entendido de inmediato su broma: “¡el mar, el mar!” (θάλασσα o θάλαττα en griego) exclamaron los 10.000 mercenarios helenos bajo el mando del ateniense Jenofonte cuando, en el año 399 a.C., tras una marcha de más de un año desde el interior del Imperio Persa, vieron al fin el Mar Negro que los llevaría a casa. Los mercenarios lograron escapar con vida desde Cunaxa en Mesopotamia, donde su empleador, Ciro el Joven, el pretendiente al trono de Persia, había muerto en batalla contra las fuerzas de su hermano mayor Arsaces, el Rey de Reyes. La marcha hacia el mar de los 10.000 fue un hecho sin precedentes, sobre todo dado el ínfimo número de griegos en comparación con las numerosísimas fuerzas de los persas. Esto demostró la superioridad del estilo de guerra de los libres ciudadanos griegos- hoplitas- sobre los soldados sujetos al rey de los persas. Siete décadas después, Alejandro Magno usaría este conocimiento para acabar con el Imperio Persa y marchar hasta India, preparando de tal manera el gobierno sobre el Oriente de sus sucesores helenísticos y, más allá, de los emperadores romanos. Thálassa: una sola palabra griega, dado su uso literario, alude a algunos de los hechos más cruciales de la Historia de Europa y de Asia. Muchos de los lugares que gobernaron Alejandro y los romanos aún son de suma importancia geoestratégica, entre ellos Iraq, Siria y Judea (Israel y Palestina). Entender el pasado greco-romano de tales territorios, lo cual es indispensable para entender su situación actual, es una de las muchas ventajas que obtienen los estudiantes de las lenguas clásicas. El relato de Jenofonte, La Anábasis o “la subida”, usualmente lo leen estudiantes de nivel intermedio de griego clásico una vez hayan sobrevivido dos brutales semestres de gramática elemental. En Colombia, sin embargo, no muchos estudiantes tienen la oportunidad de entrar en contacto con la gramática griega, mucho menos de leer a Jenofonte, a Platón o a Tucídides en su lengua original. Tal oportunidad perdida es algo realmente escandaloso, o al menos fue lo que pensé yo hace unas semanas, cuando realizamos en el Archivo Histórico de la Universidad del Rosario la conferencia en la cual participó Talbert, Profesor de Historia Antigua de la Universidad de North Carolina Chapel Hill y quizá el máximo experto mundial en el campo de la geografía greco-romana. En Colombia nunca se desarrolló una tradición clásica humanística y secular muy fuerte. La enseñanza del latín en general se llevó a cabo bajo la tutela de la Iglesia Católica y dentro del marco de la escolástica tomística. También se asoció al latín con el conservatismo político. Por su parte, el griego se podría decir que escasamente llegó. El máximo exponente del clasicismo católico fue Miguel Antonio Caro, cuyo dominio del latín usualmente se equipara con su fe, con el centralismo político y con el retroceso general que garantizó la Constitución de 1886. En las palabras de William Ospina, Caro fue “un gramático al que sólo le gustaba hablar en latín, y que, sin salir nunca de la Sabana de Bogotá, gobernaba estos trópicos como si estuviera en el Imperio Romano”. Si el latín era el equivalente del atraso, fue apenas natural que los gobiernos liberales lo eliminaran del currículo nacional al llegar al poder a mediados del siglo pasado: tal era una muestra palpable de su progresismo político. La última estocada al latín en Colombia se lo dio, irónicamente, la misma Iglesia Católica. Una vez el Segundo Concilio del Vaticano abandonó la misa tridentina en los años 60, desaparecieron los últimos vestigios del latín en el país. Hoy en día, los únicos no especialistas que conocen al menos la primera declinación son aquellos educados en los 50 o a principios de los 60 en los colegios donde algo de latín aún era obligatorio. Las generaciones posteriores- inclusive las de curas- no sólo no fueron expuestos al latín, sino que en general se podría decir que, de acuerdo al Zeitgeist criollo, lo consideran inútil. Para los entusiastas de los estudios clásicos, sin embargo, el panorama no es del todo desolador. Los únicos dos colegios en Bogotá que enseñan latín son, según mi información (y espero que algún lector me corrija), el Reyes Católicos y el Leonardo Da Vinci. Ambos están ubicados entre los 35 mejores colegios de la capital según el último escalafón de la Revista Dinero. Claramente estas dos instituciones no le deben su éxito exclusivamente al hecho de que enseñan latín, pero sí se puede argumentar que la buena instrucción en las lenguas clásicas produce sólidos resultados académicos y profesionales. En primer lugar, está la dificultad de aprender latín o griego: la flexión de los sustantivos, adjetivos y adverbios se expresa en las declinaciones, y esto quiere decir que el significado de una frase en las lenguas clásicas no depende del orden de las palabras, sino de la relación gramática entre ellas. Por ende Llewelyn Morgan, Profesor de Clásicos de la Universidad de Oxford, argumenta que “el latín es las matemáticas de las humanidades”. Por su parte, Boris Johnson, clasicista y actual alcalde de Londres, afirma que aprender las lenguas antiguas es “un entrenamiento mental fantástico”, pues “el uso apropiado del griego y del latín requiere una gran cantidad de disciplina mental- es necesario entender la gramática y poner cada una de las piezas del rompecabezas en su sitio”, algo que naturalmente desarrolla el pensamiento crítico. No sorprende que, como escribe el periodista Toby Young, haya una “cantidad sustancial de evidencia de que los niños británicos que estudian latín superan a sus colegas en comprensión de lectura y vocabulario” al igual que en áreas de pensamiento más abstracto “como la computación, la conceptualización y la solución de problemas”. Por estas razones el estudio del latín y del griego no es útil únicamente para quienes aspiran a convertirse en filólogos de carrera, pues los estudios clásicos le brindan al estudiante disciplina y lo preparan sobre todo para pensar crítica e independientemente, lo cual es un requisito para el éxito en cualquier profesión. Esto lo explicó hace poco en El Rosario el brillante David Hutchinson, quien estudió griego y latín (Literae Humaniores) en la Universidad de Oxford antes de comenzar una exitosa carrera en el sector financiero que lo llevaría a convertirse en el director de Lloyds Bank en Colombia. El caso de Hutchinson trae a la mente la filosofía del empresario petrolero Jean Paul Getty, el hombre más rico del mundo hasta su muerte en 1976. Según la revista New Criterion, “Getty sólo contrataba a clasicistas como administradores de su imperio económico mundial, pues entendía que haber logrado la maestría del pasivo perifrástico, por ejemplo, era una calificación para los negocios más importante que un MBA (pecunia obtinenda est!). Su decisión se basaba no en el romanticismo, sino en el espíritu de la competencia. Cuando le preguntaron por qué únicamente contrataba a clasicistas para los puestos claves de sus empresas, respondió de manera tajante: ‘Ellos venden más petróleo’”. Quizá el más grandioso ejemplo de los beneficios del latín en la era digital es el del fundador de Facebook Mark Zuckererg, quien estudió latín intensivamente en Philips Exeter Academy antes de ingresar a Harvard. Como argumenta Young, “la estructura clara y lógica del latín, la cual es muy similar al lenguaje de los computadores”, le ayudó a Zuckerberg a crear una de las redes sociales digitales más exitosas del mundo. Si los estudios clásicos conducen al éxito, surge la pregunta de qué tan amplio es el acceso a esta educación. En Gran Bretaña, por ejemplo, la enseñanza clásica ha sido reservada tradicionalmente para los colegios privados de élite (public schools). Johnson estudió latín y griego en Eton College, el public school más prestigioso de todos ya que, entre otros logros, ha educado a 19 Primeros Ministros. Uno de ellos, Harold Macmillan, tras ser herido en la Batalla de Loos (1915) en la Primera Guerra Mundial, leyó la tragedia Prometeo encadenado de Esquilo en griego antiguo mientras esperaba ser rescatado. Actualmente, sin embargo, un movimiento creciente busca que los niños menos privilegiados tengan acceso a los clásicos. Hoy en día, 600 colegios estatales británicos ofrecen clases de latín comparado a sólo 100 hace una década. Entre estos están muchos de los 170 “colegios libres” (free schools), la versión británica de los colegios en concesión que conocemos en Bogotá.  El West London Free School en Hammersmith, Londres, por ejemplo, les ofrece a sus alumnos una educación liberal clásica que incluye la enseñanza obligatoria del latín hasta los 14 años; su lema es sapere aude, atrévete a saber. Esta iniciativa es admirable ya que busca generar un elitismo del tipo deseable: aquél que se basa en una enseñanza de excelencia accesible a cualquier alumno, lo determinante siendo el talento y el esfuerzo mas no la procedencia social del estudiante. En Colombia sería quijotesco esperar que el Ministerio de Educación, el cual ni siquiera ofrece Historia en su pensum- un gigantesco escándalo de por sí- introduzca el latín a la educación estatal. No obstante, la iniciativa de enseñar latín y griego la pueden tomar los colegios públicos independientes, de los cuales los 25 colegios en concesión de Bogotá son el ejemplo más exitoso. De la misma manera en que varios de estos colegios les brindan a sus alumnos una educación técnica que no ofrece el Distrito, podrían enseñarles latín a los alumnos que demuestren aptitud para los idiomas. El primer paso, por supuesto, es salvar a los colegios en concesión y ampliar al máximo este modelo, el cual corre peligro bajo la administración del Alcalde Petro gracias a la asfixiante presión política de Fecode y la Asociación Distrital de Educadores. Acabar con tales excelentes colegios públicos, sin embargo, sería dejar lo que los latinistas llaman una damnosa hereditas, un legado pernicioso. Como saben los británicos, la época ideal para aprender las lenguas clásicas es la niñez: Talbert comenzó su instrucción en latín a los 6 años y en griego a los 9. En Bogotá, con una instrucción temprana y sólida en colegios públicos y privados se podría aprovechar la excelente labor que hacen en la enseñanza del latín y del griego la Universidad Nacional, la Universidad de Los Andes y el Instituto Caro y Cuervo. También en el Rosario nos esforzamos por dictar cursos de griego clásico y latín a todos los niveles. Más allá de la erudición, el valor de la educación clásica es que, al desencadenar el pensamiento crítico, libera al estudiante de la dependencia de los demás y, por ende, crea ciudadanos autónomos, auto-suficientes y valiosos para su comunidad. Por ende el politólogo Peter Berkowitz argumenta que los estudios clásicos constituyen una parte necesaria de una educación realmente liberal. El poeta Virgilio expresó un punto similar de otra manera: spes sibi quisque, “que la esperanza de cada cual sea él mismo”. El latín y el griego, al cultivar tal esperanza individual, resultan fundamentales para una sociedad libre.
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