Sobre el respeto y el derecho a disentir

Dom, 10/02/2013 - 01:05
Leer a Fernando Savater es siempre un gran placer para el espíritu, además de aleccionador. En uno de sus artículos, que no hace excepción a esta regla,

Leer a Fernando Savater es siempre un gran placer para el espíritu, además de aleccionador. En uno de sus artículos, que no hace excepción a esta regla, reza (leer con detenimiento es buena recomendación):

"El exceso moral  Uno de los peores tópicos de la ideología reaccionaria actual es el que postula una grave crisis de valores éticos y toca a rebato para movilizar en su defensa. El diagnóstico es fraudulento, pero valioso sin duda como síntoma... aunque no de una pugna moral sino política. Porque uno de los retos políticos que tienen nuestras democracias es la institucionalización efectiva del pluralismo moral. Este pluralismo es difícil o imposible de asumir por los integristas y fanáticos de toda laya, pero también por quienes no tienen más moral que la rutina tradicional. Dentro de una sociedad democrática, las opciones morales o religiosas son derechos privados que pueden aspirar a manifestación pública... en convivencia con otras semejantes. Por el contrario, los intransigentes las consideran no derechos sino deberes, cuya imposición es inexcusable para todos so pena de catástrofe de la decencia civilizada. Gran parte de los que más vociferan sobre la crisis de los valores lo que pretenden defender es la comodidad autocomplaciente que les evita cuestionarlos, razonarlos o mantenerlos con esfuerzo propio frente a otros también respetables.” Singular prédica: Pluralismo moral; himno de libertad; en contraposición al unimoralismo impuesto por décadas y erigido al estadio de verdad absoluta que en el caso religioso y, para reforzar la idea, se presenta como de “inspiración” divina. Noble causa es: Combatir el esquema maniqueo que tanto daño nos ha causado a través de siglos y de civilizaciones, en donde unos son los buenos: los creyentes, los unimoralistas iluminados por figuras celestes; y otros los malos: los que se acogen a la razón como eje de sus convicciones, los no-creyentes, los que viven a su manera y defienden ideas libertarias sin obstrucción del albedrío de los demás. ¿Por qué habría de entristecernos, molestarnos o considerar irrespeto el encuentro de voces disonantes, a veces altisonantes, que miran otro tipo de valores, diferentes de los impuestos por siglos? Al contrario, debería entusiasmar que nuevas formas de expresión irrumpan el desolador marasmo, con sustento racional  –por tantos desdeñado–, con igual oportunidad que la plantilla apretada para la que hemos sido por siglos domados. Sí a la contestación. Sí a nuevas maneras de pensar. Sí a la emancipación de la tradicionalidad de aceptación pasiva que continúa pesando y oprimiendo. Sí a quienes se expresan diferentemente. Sí a la tolerancia. Si cada ideología moralista permaneciera en su lugar, con sus conceptos, sin que éstos interfirieran ni coartaran la libertad del otro, sería esto justamente la noción de tolerancia. En el caso religioso no suele ser así. Por ejemplo, el islam no nos deja neutros cada vez que sus imanes predican terrorismo y envían su saga, pagada con dádivas divinas, sobre Occidente. Esto coarta a tal extremo nuestra libertad, que hasta termina con lo más sagrado que tenemos: nuestras vidas. Cuando el catolicismo no se contenta con su parcela, una grey de 1200 millones de fieles, sino que acude a dudosos lobbings en las esferas decisorias del Estado, a sus enseñanzas cuasi-obligatorias en colegios y aun en universidades para ejecutar sus designios; ésto coerce nuestra libertad. Wotyla, Juan Pablo II, fue gran artífice de esta molesta y deletérea  ingerencia; no se contentó, ni tal era su propósito, con acabar con el comunismo que buena idea fue, sino su oficio fue substituirlo por leyes divinas, y lo logró. Y es que Wotyla llevó a ultranza su doctrina, con imposiciones –acatadas a medias por su propio séquito– de ultramoralismo, de Exceso Moral como dice Savater. Recordemos parte de su obra: anatema sobre el divorcio, sobre las relaciones extra-conyugales, sobre el aborto, sobre la contracepción, sobre el condón, sobre la eutanasia, sobre el homosexualismo, sobre las mujeres sacerdotes, sobre la ciencia, sobre lo que huela a naturaleza humana y a modernización. Así ha sido adoptado –en apariencia– con poco cuestionamiento por nuestras sociedades, por nuestros gobiernos que en teoría son no confesionales, pero para efectos prácticos subordinados a Roma y sus satélites. Y ahora en agradecimiento con este personaje, fuertemente mediático en su momento, el artífice de este “progreso moral” y por habernos legado un sucesor, aún más fundamentalista, se le propone como santo ejemplar. Incomprensible, por decir lo menos. Por encima de todas las tristezas que se causen hay que denunciar esto, decir que queremos y que necesitamos ser humanos y vivir como tales; Aquí y Ahora. Evidenciar que los más directamente relacionados y comprometidos con estos preceptos, también los incumplen, o ¿quién de la grey católica (y de sus similares) se ciñe a cabalidad a estas ideas mencionadas anteriormente? Pocos o nadie, cada cual los adapta a su conveniencia. Esto no es el catolicismo al que dicen pertenecer, es otra cosa, es tal vez una secta diferente. Cuando nuestras libertades se ven afectadas por la ingerencia religiosa en Occidente y allende, somos muchos los divergentes, aunque poco nos expresemos porque no tenemos tribuna, porque la crítica es estigmatizada y se le ha asignado cierto tufillo satánico, azufrado. No obstante, nos rebelamos y hemos comprendido que tristeza es, más bien, resignarse a las ataduras que la fuerza de los siglos de presión y “entrenamiento” nos anudó. Basta de jugar a la inquisición velada con nombres como la “doctrina de la fe”, con catecismos, con normas morales, con puestas al “index” de lecturas prohibidas o peligrosas (que en el peor de los casos es mala literatura, pero inmerecedora de fatwas católicos). Entristecedor, esto sí, porque irrespeta el intelecto neuronado que supone el siglo XXI, a quien se le pide subrepticiamente callar sus denuncias, sus ideas, para no incomodar, en aras de una discutible definición de respeto. El reto humanístico, convivencial y democrático es tolerar las diferentes ideas, aceptar que la verdad absoluta no existe, cada uno con su verdad privada. ¿Se debe comprender que “respetar” es callar dejando una vez más que se pronuncien tan solo aquellos que a lo largo de siglos nos han enfrascado en una ideología, hoy con sintomatología anacrónica? ¿Debemos enmudecer para no ofender al establishment moral en sus sempiternas e infalibles verdades? No. Debatir, expresarse y discrepar no es irrespetar, es el principio mismo de la tolerancia, de la indagación de la verdad, de la variabilidad de la moral con el tiempo –de lo que reniega infaliblemente Ratzinger–, del pluralismo ideológico, de la democracia misma, en fin, del derecho a la libertad. ¿Es el método de denuncia el que molesta? ¿Cuál se debe emplear entonces? Parecería ser el discreto, el timorato, el que no contradice y que apenas si cuestiona. No, a todos pertenece el derecho, o el deber de expresarnos, sin temor a irrespetos malentendidos. Disentir, aun en público, no es irrespeto. Respeto rima más con libertad que con silencio.
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