Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

El inconveniente de no ser eterno

Según el historiador español Javier Tusell, el almirante Luis Carrero Blanco, designado por Francisco Franco para sucederle en el poder, padecía una especie de angustia vital: que Franco no fuera eterno. Y así se lo hacía saber al dictador de la manera más alambicada que podía. “Su excelencia no es eterno y Dios puede disponer un día de su vida”, le habría dicho más de una vez, emparejando el hecho biológico inevitable con la necesidad de perpetuar el régimen más allá de la muerte de Franco.

Hablarle a los dictadores de tan espinoso asunto —o lo que es lo mismo, recordarles que no son eternos— suele ser un tema tabú por distintos motivos: culto a la personalidad, temor a represalias o desestabilización del régimen. Uno de los ejemplos más conocidos fue el de Joseph Stalin, quien fomentaba una atmósfera de miedo y desconfianza tal que hablar de su posible fallecimiento equivalía a ser acusado de deslealtad o incluso traición.

Cuando ocurrió lo inevitable al dictador georgiano, un chiste que tuvo mucho éxito contaba el caso del funcionario que, tras anunciar su muerte, comentó: “A ver ahora quién se lo dice”. Algo similar ocurría en la Cuba de Fidel Castro, donde hablar de su posible muerte podía acarrear persecución o acusación de disidencia. Y en la Corea del Norte de Kim Il-sung el tema era un sacrilegio castigado con el envío a un campo de concentración.

El apego al poder no es nada nuevo, pero observamos que en nuestra época ese mal es una verdadera epidemia. Grandes, medianos y pequeños gobernantes se aferran al sillón (o pretenden quedarse) al que llegaron con la promesa de dejarlo según las reglas escritas por la Constitución o la costumbre; y, una vez en palacio, sienten la imperiosa necesidad de quedarse para siempre.

Desde Gustavo Petro hasta Vladimir Putin, de Nayib Bukele a Xi Jinping, de Pedro Sánchez a Donald Trump. Otros, que parecen estar ahí desde el principio de los tiempos, como Daniel Ortega o Nicolás Maduro, retuercen las leyes en busca de la eternidad y, mal que les pese, a falta de un Carrero Blanco que se lo recuerde a diario, tendrán que admitir que, como escribían los románticos en el siglo XIX, un día habrán de saldar su deuda con la naturaleza.

Se me ocurren estas reflexiones al hilo de dos interesantes artículos leídos esta semana en la revista Foreign Policy, sobre las incógnitas que plantea la sucesión de dos de los grandes responsables del rumbo de la humanidad en nuestros días: Vladimir Putin y Xi Jinping. Dos delicadísimos asuntos que, al interior de sus respectivos países, nadie se atreve a tocar.

En Rusia, el tema suele provocar una epidemia de ataques de corazón y ganas de saltar por la ventana desde altos edificios; y en China, siempre con el más misterioso de los manejos del poder, lo único que se sabe es que el osado (y lo digo en masculino singular porque allí la mujer no existe para tales efectos) desaparece de la vida pública mediante lo que el ingenio de los cubanos denomina “plan pijama”.

El “plan pijama” o “estar en pijama” es la manera popular y eufemística que tiene la gente de la calle en Cuba para referirse a los políticos o funcionarios que desaparecen de la vida pública, generalmente tras ser destituidos o caer en desgracia ante el régimen. La frase se usa para señalar a quienes han sido apartados de sus cargos, muchas veces de forma discreta, sin escándalo público ni juicio, y quedan, en teoría, “descansando en casa”.

Pues bien, en Pekín, desde que Xi Jinping asumió el liderazgo del Partido Comunista Chino en 2012 y rompió la norma establecida por Deng Xiaoping de no permanecer más de dos quinquenios en el poder, también tienen su plan pijama. Xi ha reconstruido la élite del PCCh mediante una purga a gran escala —además de otras medidas como la modernización del Ejército y la revitalización del papel del Estado en la economía—; en todo caso, apartando posibles competidores.

Para cualquier régimen autoritario, la sucesión política es un momento de peligro, y a pesar de todas sus fortalezas, el PCCh no es la excepción. La última vez que el partido abordó el problema de la sucesión —cuando Xi sustituyó a Hu Jintao— circularon rumores en Pekín sobre intentos de golpe de Estado, asesinatos fallidos y tanques en las calles. Puede que los rumores fueran infundados, pero el drama político en la cúpula era real.

El caso de Rusia no es menos dramático. Según escribe esta semana Kirill Shamiev en Foreign Policy, el año pasado se abrieron 122 causas penales contra altos funcionarios, y decenas de funcionarios del Ministerio de Defensa y oficiales militares han sido arrestados o destituidos. “Desde 2022, al menos 27 altos ejecutivos vinculados a sectores estratégicos han muerto en circunstancias poco claras”. El último, el ministro de Transporte, Roman Starovoit, se suicidó en julio. Poco después, Andrei Korneichuk, otro funcionario de transporte, falleció repentinamente de un ataque al corazón. “La pregunta que atormenta a los funcionarios por las noches, aunque nunca se la digan en voz alta, es simple: ¿Seré yo el siguiente?”, escribe Kirill Shamiev.

Todo esto, en el fondo, por las ansias de eternizarse en el poder. Para consuelo de la humanidad que hoy los padece, por más que se empeñen en apartar del camino a quienes amenazan su sillón, de todos se dirá un día una piadosa jaculatoria cristiana: tanta paz hallen cuanto mal dejan.

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