Hablemos de Singapur

Créditos:
Wikipedia

Cuando Singapur fue expulsado de la Federación Malaya en 1965, su tejido industrial se limitaba a una fábrica de anzuelos. La isla en el sudeste asiático —un punto en el mapa como desgajado de la península malaya— no tenía más recursos que su posición estratégica: se encontraba en la ruta naval que desde China conduce a Europa. Su población se dedicaba al mantenimiento de los barcos que atravesaban el estrecho de Malaca, y hasta eso había perdido con la escisión política. 

Así que era difícil encontrar, entre los pueblos recién salidos del colonialismo, otro lugar con menos condiciones para emprender una vida de nación independiente ni un país con menos posibilidades para salir del subdesarrollo. Hoy en día, sin embargo, cualquier lector de prensa medianamente interesado por conocer lo que pasa en el mundo, sabe que se trata del centro financiero más importante de Asia. 

Sin recursos naturales que explotar ni espacio para desarrollar industria, no tuvo más salida que ofrecer servicios al resto del mundo. Lo hizo de la mano de un líder político que, para crear esas condiciones, acabó con la lacra de todos los países nuevos, la corrupción endémica; y se marcó el camino para transformar aquel manglar estéril, educar a la población.

En 1975, Lee Kuan Yew, el creador de aquel milagro y líder del Partido Acción Popular, se vio obligado a retirar su formación política de la Internacional Socialista a la que pertenecía, porque sus métodos de gobierno no eran homologables con las reglas de aquel selecto club: mantenía en la cárcel a los comunistas que hicieron de todo para boicotear su labor.

Paradojas del destino, Lee Kuan Yew supo ver antes que Deng Xiaoping, el lugar que Asia volvería a ocupar en el mundo; y se convirtió en consejero de los dirigentes políticos que hicieron en China unos cambios cuyos detalles les voy a ahorrar.

Es cierto que Singapur es hoy una distopía aterradora para las costumbres occidentales. Si te gusta masticar chicle arriesgas una multa y hasta cárcel, y si tus ansias de emprendimiento te llevan a montar un negocio de cocaína, te ahocan. A los herederos políticos del viejo Lee —ya murió el hombre— tampoco les gustan los grafitis callejeros que tan bellamente adornan nuestras calles. Si tus inclinaciones artísticas van por ahí, arriesgas unos azotes en el culo. 

Disneylandia con pena de muerte, lo definió hace unos años un periodista inglés. Para nosotros los occidentales pues, resulta un país incómodo, eso no lo voy a negar. Pero su progreso sí resulta envidiable, no me digan que no. En 1965 me fui a vivir a España, pero la memoria sí me da para asegurar que entonces Colombia era una potencia mundial al lado de aquel manglar infame y lejano.

Traigo a cuento la cosa por los tiempos de corrección política que hoy nos agobian en Occidente, en donde hasta el nombre de Colombia peligra por haber sido puesto en honor del almirante genovés. Parece que hace cinco siglos Cristóbal Colón no se comportó como un demócrata de reglamento y, antes de ponernos a buscar otro nombre para este país, recuerdo algo que ya conté aquí alguna vez.

Cuando Lee Kuan Yew se encontró con su isla como un papel en blanco para inventarse un país, una de las primeras decisiones que tomó fue dejar en su lugar la estatua de Stamford Raffles, el inglés que estableció en Singapur un emplazamiento comercial en 1819.

“Mis colegas y yo —escribe Lee Kuan Yew en sus memorias— no teníamos ninguna intención de reescribir el pasado ni pasar a la posteridad poniendo nuevos nombres a las calles y a los edificios ni a poner nuestras caras en los sellos o en los billetes”.

Con todo y lo criticable que nos parezca Singapur, alguna lección puede dar al mundo de intolerancia y estupidez que hoy vivimos en Occidente. Un ejemplo también para mi segunda patria, que lleva una temporadita en este trajín estéril. Y como dicen allí, y lo que te rondaré morena.

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