En el centro de la política mundial se está consolidando una tendencia inquietante: se pasa de la vieja diplomacia basada en la búsqueda de la paz y la seguridad a una paz basada en el negocio y las ganancias. Exclusivamente. No digo que antes la guerra no fuera también para algunos un negocio. Hasta hace pocos años, estábamos acostumbrados a que los conflictos y la prevención de las guerras eran tareas de diplomáticos y organismos multilaterales. Hoy no, hoy es otra cosa. El escenario clásico de todo conflicto —venta de armas, ocupación, reconstrucción, explotación de recursos— es visto solo como una oportunidad de mejorar las finanzas. La tragedia humana que representa una guerra es solo lucro, rendimiento, utilidad.
Y es que la élite económica internacional está transformando las reglas del orden mundial. Instituciones, tratados, la Constitución misma de los Estados quedan relegados ante una lógica donde las rentabilidades financieras marcan el rumbo. En ese escenario, Estados Unidos bajo Donald Trump aparece como el ejemplo más claro de un poder que subordina la política al beneficio privado.
Este cambio de paradigma va más allá de la venta de influencia. Un reportaje de The Wall Street Journal, realizado por cuatro periodistas de investigación, entre ellos Drew Hinshaw y Joe Parkinson, reveló encuentros discretos en Miami entre empresarios estadounidenses, enviados de Washington y ciudadanos rusos para discutir un plan de “paz a través de negocios”. La idea central era reintegrar la economía rusa en el mercado global —un mercado de dos billones de dólares— y garantizar que empresas estadounidense lideraran ese regreso, incluso a costa de frenar la expansión de la OTAN.
En este esquema pues, según la investigación del influyente medio norteamericano —y ojo que no estamos hablando precisamente de un diario comunista—, la resolución de conflictos no pone por delante la justicia ni la seguridad sino las oportunidades económicas. Las propuestas de paz dejan de girar en torno a concesiones territoriales o garantías mutuas. La almendra del asunto viene a ser la participación privilegiada de grandes compañías estadounidenses en la reconstrucción y explotación postbélica.
Y es que Trump encarna esta nueva lógica. Según Tom Burgis en The Guardian, la familia del presidente norteamericano ha impulsado una red de acuerdos comerciales en países como Vietnam, Serbia, Qatar o Arabia Saudita que coincide con favores y decisiones políticas desde la Casa Blanca. Lo que se está instaurando, pues, es un sistema de pago de favores en los negocios familiares y gestos diplomáticos que se retroalimentan. Según Burgis, los ingresos de esta familia crecieron de 51 a 864 millones de dólares en apenas seis meses tras la reelección de Trump, impulsados por licencias, bienes raíces y negocios que dependen directamente de su poder político.
Capítulo aparte merece el caso de las criptomonedas. Un informe del Comité Judicial de la Cámara de Representantes, Trump, Crypto and a New Age of Corruption, acusa al presidente de utilizar su cargo para favorecer operaciones cripto vinculadas a actores extranjeros. Según el documento, la relajación de regulaciones, la manipulación de agencias y la aplicación de indultos han generado beneficios de miles de millones para su círculo íntimo.
Los aliados tradicionales de Estados Unidos…, bueno, los que hasta hace poco se consideraban aliados como son los países europeos, han reaccionado con escepticismo ante unas propuestas económicas que parecen poner por delante los intereses empresariales sobre la seguridad de Ucrania. De Ucrania en lo inmediato, porque la idea de Putin de reconstruir el imperio soviético amenaza también a varios miembros de la Unión Europea. La desconfianza crece ante un enfoque diplomático que mide acuerdos de paz no por vidas salvadas, sino por contratos adjudicados.
La consolidación de esta política del beneficio por encima del bien común erosiona pilares fundamentales para la convivencia. Cuando un liderazgo político sitúa abiertamente el lucro personal por encima de la seguridad colectiva, se debilitan las instituciones y se normaliza la idea de que la gestión pública es un mercado privado.
Por este camino llegaremos a que la paz deje de ser un fin político para convertirse en un producto comercial. Aquel lema de los hippies de los años sesenta, “haz el amor, no la guerra”, hoy podría inspirar algo tremendamente inquietante: hacer dinero en lugar de la guerra. Pasamos por una era en la que la élite del dinero rediseña la diplomacia a su imagen, moldeando la política internacional bajo un prisma comercial. De ahí la amenaza a ese viejo valor llamado democracia y la inestabilidad que hoy vivimos por todas partes.
