Juan Pablo Manjarres

Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

¿Y si la educación empezara por los niños?

Aunque es poco, he trabajado en educación el tiempo suficiente para entender que el sistema escolar colombiano no está diseñado pensando en los niños. O al menos, no en ellos como sujetos de derechos, sino como cifras, como datos que deben cumplir una meta, como casillas que hay que marcar para que el informe cuadre. He estado en el salón, pero también he tocado -y muchas veces golpeado sin respuesta- las puertas de la institucionalidad. Y en ese ir y venir, me convenzo cada vez más de que muchas Secretarías de Educación piensan en los niños desde lo administrativo, no desde lo humano.

Una Secretaría no puede limitarse a gestionar nombramientos, ejecutar presupuestos y publicar resoluciones. Esa es apenas la base mínima del deber institucional. Pero es alarmante ver cómo se ha perdido de vista el principio elemental del derecho a la educación: que debe ser pensada, construida y garantizada desde y para los niños, niñas y adolescentes.

Y no, no se trata de romantizar la infancia ni de caer en discursos vacíos. Se trata de reconocer que son ellos, los estudiantes, el eje central del sistema educativo, no los adultos que lo administran. Y aunque la transversalidad institucional es necesaria —salud, cultura, infraestructura, tecnología—, el enfoque educativo no puede seguir orbitando exclusivamente en torno a la planta docente, los resultados de pruebas estandarizadas o los metros cuadrados de una escuela. Todo eso importa, sí, pero no tiene sentido sin el sujeto de derecho que le da sentido: el niño.

En Ibagué, ciudad donde ejerzo la docencia, he insistido -formal e informalmente- en la necesidad de construir una política pública estudiantil. No una para hablar de ellos, sino una desde ellos. Una política que no los use como fotografía decorativa para eventos institucionales ni como pretexto para ruedas de prensa. Porque lo cierto es que los niños aparecen en el discurso, pero no en las decisiones. Se celebran cuando marchan con pancartas, cuando bailan para un acto cívico, cuando pintan en una cartulina el “futuro que soñamos”, pero nadie los escucha cuando hablan en serio. Nadie les pregunta qué les duele, qué quieren cambiar, qué necesitan de verdad.

¿Acaso hemos normalizado tanto el adultocentrismo que ya ni siquiera nos damos cuenta que las políticas se escriben sin ellos? Que en las mesas de participación no hay sillas para su voz. Que las decisiones de política pública educativa rara vez se sustentan en diagnósticos que incluyan su percepción, sus relatos, sus vivencias.

Lo más preocupante es que este no es un fenómeno local. En Colombia, las reformas educativas siempre han girado en torno a aspectos estructurales: currículo, evaluación, formación docente, cobertura. Todos necesarios, por supuesto. Pero ninguno suficiente si seguimos postergando el diálogo con los  principales protagonistas del proceso: los estudiantes. Y no hablo solo de participación simbólica, sino de una participación vinculante, pedagógicamente acompañada, políticamente respetada, institucionalmente garantizada.

A veces pareciera que a los niños se les escucha solo cuando lo que dicen resulta útil para confirmar una hipótesis adulta. Pero cuando lo que expresan incomoda, cuestiona o interpela, se les descalifica como inmaduros, manipulables o “poco conscientes de la realidad”. ¿Y si la realidad que nos quieren mostrar es precisamente la que no queremos ver?

Necesitamos Secretarías de Educación que sean más que oficinas de trámite.

Necesitamos líderes que se pregunten no solo por cuánto presupuesto ejecutaron, sino por cuántas vidas transformaron. Que salgan de la lógica de resultados y regresen a la ética del cuidado. Que comprendan que, sin el niño como centro, la educación es solo una estructura hueca, un sistema que funciona, pero no educa, que opera, pero no transforma.

Lo que propongo no es nuevo, pero sigue siendo urgente: diseñar políticas públicas centradas en el bienestar integral del estudiante, que articulen salud mental, protección frente al abuso, acompañamiento emocional, condiciones dignas para aprender, participación real y desarrollo de capacidades ciudadanas desde la infancia. Una política que entienda que educar no es solamente enseñar, sino también escuchar, proteger y confiar.

No más decisiones sin ellos. No más educación que olvide a quienes educa. Que los estudiantes dejen de ser el pretexto y se conviertan en el propósito. Que dejemos de usar sus rostros para promover campañas, y empecemos a incluir sus voces para construirlas.

La educación no empieza en los escritorios. Empieza en los ojos de un niño cuando siente que su voz importa

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