El hombre que pasó 18 años escapando a la silla eléctrica

Vie, 28/06/2013 - 12:07
Si todo sale como está previsto, la operación no tarda más de diez minutos. El sujeto se sienta en la silla y se le amarra de pies y manos para que no salte. Una toallita mojada en la cabeza y e

Si todo sale como está previsto, la operación no tarda más de diez minutos. El sujeto se sienta en la silla y se le amarra de pies y manos para que no salte. Una toallita mojada en la cabeza y el electrodo bien puesto sobre el cráneo. La primera descarga, de unos 2 mil voltios, destruye el cerebro. La segunda descarga, de menor intensidad para que no se carbonice el cuerpo, paraliza el corazón. Si el condenado sigue agonizando, se baja el interruptor durante cuarenta segundos más para no prolongar el sufrimiento. El ruido de la descarga ensordece y ahoga los gritos. No hay que dejar que el cuerpo arroje humo; si eso ocurre, la piel se derrite y se impregna en la ropa y el olor a carne quemada es insoportable.

Imaginárselo lo perturbaba, pero Juan Roberto Meléndez sabía que en cualquier momento él sería el ejecutado, así como sucedía cada vez que uno de sus vecinos de  la Cárcel Estatal de Florida era sacado de su celda para jamás regresar. Casi cada semana sentaban a alguien en la silla eléctrica. En medio de su angustia no dejaba de recordar el momento en que lo enlistaron en el matadero. Ese instante en que lo mataron en vida.

Ocurrió el viernes 21 de septiembre de 1984. Meléndez estaba frente a los tribunales en el estado de Florida. Su inglés era precario. No entendía lo que hablaban en la sala ni por qué estaba sentado en el banquillo de los acusados.

Doce personas en el estrado del jurado no le quitaban la mirada de encima.  Once eran blancos y uno afro descendiente. Luego de largos e indescifrables discursos, un traductor se le acercó para informarle que lo habían declarado culpable. Estaba condenado a muerte. En su mente, además de la confusión por no saber siquiera de qué se le acusaba, pasaban recuerdos de momentos de su vida, más llena de infelicidades que de alegrías.

Meléndez nació en Nueva York y allí vivió con su mamá, de origen puertorriqueño, y con su padrastro, quien siempre lo maltrató y humilló. Andrea Colón, la mamá, cansada del sufrimiento se marchó a Puerto Rico acompañada de su único hijo. En la isla Juan vivió hasta los 18 años, cuando decidió volver a Estados Unidos.

En la Florida trabajó como granjero en plantaciones de manzanas y melocotones y obtuvo dinero para vivir varios meses. A los 21 años cometió su primer gran error. “En medio de una borrachera me quedé sin dinero. Fui a una tienda con una escopeta pero descargada, apunté a la cajera y robé. La policía me descubrió, me apresó y confesé mi culpa. Pagué 6 años y 9 meses de prisión”, recuerda.

Juan Roberto Meléndez
Juan Meléndez permaneció casi 18 años en la cárcel. Es el condenado a muerte número 99 en salvarse de la muerte en Estados Unidos.

Tras salir libre buscó de nuevo trabajo como labriego. Luego de dos años la temporada de cosecha de frutas finalizó en Florida y en la primavera de 1984 el destino lo llevó a trabajar a Pensilvania. Allí, un día soleado se tornó en el inicio de su pesadilla.

“El 2 de mayo estábamos almorzando con un compañero bajo un árbol. Escuchamos un ruido. A la distancia ocho patrullas de policía se acercaban. Varios agentes del FBI nos rodearon. Uno de los oficiales me pidió identificaciones, revisó mi boca, me inspeccionó un tatuaje. Al instante, me esposó; según él, yo era a quien buscaban”.

Meléndez fue llevado a la Florida y presentado en un juzgado. No conocía el caso del que se le acusaba, sólo que se trataba de un homicidio. Quedó absorto al escuchar que lo condenaban a la silla eléctrica. “Sentí odio, odio al fiscal, al jurado, al juez y al abogado de la defensa, que no supo ayudarme. Tenía miedo de morir”, explicó.

Fue un juicio express. En una semana se cumplió la diligencia que lo condenó a la muerte. Las pruebas en su contra eran sólo dos testimonios, que más tarde se invalidarían. Uno de los declarantes resultó ser un hombre a quien le habrían pagado por acusar a Meléndez; el otro fue un sujeto que Juan conocía, quien fue amenazado con la silla eléctrica en caso de no testificar. Sus antecedentes penales terminaron hundiéndolo.

Con ayuda de un intérprete se propuso a  entender el caso por el que sería ejecutado. En septiembre de 1983, según comprendió, un estilista que además daba clases de cosmética en dos academias fue brutalmente asesinado. Lo degollaron y le dispararon tres veces. Meléndez alegó desconocer a la víctima, pero sus clamores no fueron oídos.

“Si no te apresurabas, las ratas se comían tu desayuno”

“Recuerdo mucho que el 2 de noviembre de 1984 fui recluido en una prisión estatal en Florida. Estaba solo, en una celda de 6X9 pies. Era el pasillo de la muerte; tenía tres pisos y en cada uno había de a 17 condenados a la silla eléctrica”, describió Meléndez antes de confesar la que fue su peor fobia: “era un sitio infestado de ratas y cucarachas”.

“Muchas noches sentía frío. Me arropaba con mi manta de pies a cabeza. Sentía a las ratas caminar sobre mí”.

Sus compañeros de piso también aguardaban la hora cero. Todos estaban condenados  a la pena capital y, según insiste, conoció a varios inocentes.  Durante su presidio algunos de los convictos le enseñaron inglés.

“Cada semana ejecutaban a alguno. A muchos los aprecié.  Me contaban lo más íntimo y yo a ellos. Aprendí a amarlos. Pero en algún momento se los llevaban. Minutos después veía las luces parpadear por la activación de la silla eléctrica. Escuchaba ese horrible ruido de la electricidad que aún tengo en mi cabeza. Nunca lo olvido”.

Otras veces sus compañeros se suicidaban. “Veía a guardias cargar con alguno que se había ahorcado. Yo lo pensé. Estuve a punto de hacerlo”.

Juan Roberto Meléndez
Meléndez se ha convertido en un activista que lucha por la abolición de la pena capital.

Con bolsas de plástico, Juan confeccionó una soga. “Los demonios me decían: no pases por esto. Tú sabes que eres inocente. Mejor cuélgate. Así serás libre”.

“Quise soñar, antes de quitarme la vida”

Antes de terminar de una vez y para siempre con ese sufrimiento, prefirió dormir. “Soñé que estaba en mi isla. Veía el mar, más azul y cristalino. Una playa hermosa, yo nadaba entre delfines. En la orilla había una mujer feliz mirándome. Me sonrió; era mi mamá. Desperté y en la celda olía a agua de mar. Rompí en llanto, decidí no morir”.

Meléndez esperaba un milagro. “Le pedía a Dios que todo se aclarara, y al final se dio, pero se cogió mucho tiempo para cumplirlo”. A inicios de 2002 se conoció la verdad del caso. El homicida había dejado una grabación con su confesión del crimen del estilista. Juan Roberto fue exonerado luego de 6.446 días, casi 18 años tras las rejas y a punto de ser ejecutado.

“¡Meléndez! ¿No sabes lo que pasa?, vas a salir de aquí”, le dijeron en la prisión. El 31 de enero de 2002 fue liberado. Al tiempo de ver el horizonte, se encontró con varios periodistas que le preguntaron qué haría ahora, a lo que respondió: “Quiero ver el cielo, la luna y sus estrellas. Quiero caminar descalzo en la tierra. Quiero jugar como un niño y hablar con una mujer hermosa”.

La justicia sólo lo indemnizó con 100 dólares. Fue a Puerto Rico, quiso abrazar a su mamá, quien desde la distancia lo mantuvo vivo. Se encontró con una mujer triste y desolada.

“Fui el preso número 99 que en la historia salió exonerado de la condena capital. Si Dios me dio permiso para vivir fue para entregarme una misión más: luchar para abolir la pena de muerte”, aseguró.

En una década ha viajado por casi todo Estados Unidos y por 13 países en Europa como activista que clama para abolir el castigo máximo.

“Es un proceso. Con el tiempo las personas entenderán que esta sentencia es racista, es cruel, implica muchos riesgos y comete muchos errores”, agregó.

Meléndez tuvo una nueva oportunidad,  que para él fue un segundo nacimiento. Está casado con una mujer hermosa, como lo prometió; contempla de cerca la luna y las estrellas cada noche, y disfruta su libertad persiguiendo una causa; evitar que la pesadilla que vivió la padezcan más inocentes en las cárceles estadounidenses.

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