Los países ricos renunciaron a vacunar al mundo

Mar, 23/03/2021 - 17:18
Los habitantes de los países ricos y de ingresos medios han recibido más o menos el 90 por ciento de los casi 400 millones de vacunas repartidas hasta ahora. Según las proyecciones actuales, muchos de los demás países tendrán que esperar años.
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Adam Dean / The New York Times

En los próximos días, por fin se expedirá la patente de un invento que se creó hace cinco años, una hazaña de ingeniería molecular que está en el centro de al menos cinco vacunas importantes contra la covid-19. Y el gobierno de Estados Unidos la controlará.

La nueva patente presenta una oportunidad para influir sobre las farmacéuticas que producen las vacunas y presionarlas a fin de que expandan el acceso a los países menos ricos.

La pregunta gira en torno a si el gobierno hará algo.

El rápido desarrollo de las vacunas contra la covid-19, logrado en tiempo récord y subsidiado por un inmenso financiamiento de Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido, representa un gran triunfo de la pandemia. Los gobiernos se asociaron con las farmacéuticas, invirtieron miles de millones de dólares para conseguir las materias primas, financiaron ensayos clínicos y modernizaron las fábricas. Miles de millones de dólares más se comprometieron a la compra del producto terminado.

Sin embargo, este éxito de Occidente ha creado una desigualdad extrema. Los habitantes de los países ricos y de ingresos medios han recibido más o menos el 90 por ciento de los casi 400 millones de vacunas repartidas hasta ahora. Según las proyecciones actuales, muchos de los demás países tendrán que esperar años.

Un creciente coro de autoridades sanitarias y grupos defensores a nivel mundial les están pidiendo a los gobiernos de Occidente usar facultades agresivas —la mayoría de las cuales casi nunca o nunca se han usado antes— que obliguen a las empresas a publicar las recetas de la vacuna, compartir su conocimiento y redoblar la producción.

Los gobiernos se han resistido. Al asociarse con las farmacéuticas, los líderes occidentales adquirieron la posibilidad de estar al frente de la fila. Sin embargo, también ignoraron años de advertencias —y las solicitudes explícitas de la Organización Mundial de la Salud— a fin de que incluyeran lenguaje contractual que les hubiera garantizado dosis a los países pobres y alentado a las empresas a compartir su conocimiento y las patentes que controlan.

Según las autoridades sanitarias occidentales, nunca fue su intención excluir a los demás. No obstante, al tener una inmensa cantidad de muertos en sus propios países, centraron su atención a nivel nacional. El tema de compartir las patentes simplemente nunca surgió, mencionaron.

El presidente Joe Biden ha prometido ayudar a una empresa india a producir unas 1000 millones de dosis para finales de 2022 y su gobierno ha donado dosis a México y Canadá. Sin embargo, dejó en claro que su prioridad era su casa.

“Vamos a comenzar asegurándonos de que los estadounidenses sean atendidos primero”, comentó Biden hace poco. “Pero luego intentaremos ayudar al resto del mundo”.

Presionar a las empresas para que compartan las patentes podría percibirse como un debilitamiento de la innovación, un sabotaje a las farmacéuticas o peleas interminables y costosas con las mismas empresas que estuvieron investigando a fondo para encontrar la salida de la pandemia.

Mientras los países ricos siguen luchando por mantener las cosas como están, otros como Sudáfrica e India han llevado la batalla a la Organización Mundial de la Salud, en busca de una exención sobre las restricciones de las patentes para las vacunas de la COVID-19.

Mientras tanto, Rusia y China han prometido llenar el vacío como parte de su diplomacia de vacunación.

El problema de las patentes no resolvería por sí solo el desequilibrio de las vacunas. Modernizar o construir fábricas tomaría tiempo. Se tendrían que producir más materias primas. Las autoridades regulatorias tendrían que aprobar nuevas líneas de ensamblado.

Y, como sucede cuando se cocina un platillo complicado, con darle a alguien una lista de ingredientes no se sustituye la manera de hacer la receta.

Para abordar estos problemas, el año pasado, la OMS creó una reserva tecnológica con el fin de alentar a las empresas a compartir el conocimiento con los fabricantes en naciones de ingresos más bajos.

Ni una sola empresa productora de vacunas se ha afiliado.

Hace poco, los ejecutivos de las farmacéuticas les dijeron a los legisladores europeos que estaban otorgando licencias de sus vacunas lo más rápido posible, pero que era complicado encontrar socios que tuvieran la tecnología adecuada.

No obstante, fabricantes desde Canadá hasta Bangladés mencionaron que ellos pueden hacer las vacunas; tan solo les faltan los acuerdos para la licencia de la patente. Cuando les han llegado al precio, las empresas han compartido secretos con fabricantes nuevos en cuestión de meses, gracias a lo cual se ha redoblado la producción y modernizado las fábricas.

A pesar del considerable financiamiento gubernamental, las farmacéuticas controlan casi toda la propiedad intelectual y están en una posición de generar una fortuna a partir de las vacunas. Una excepción crucial es la patente que espera una pronta aprobación: un descubrimiento a nivel gubernamental para manipular la proteína clave del coronavirus.

Este avance, en el centro de la carrera de 2020 para obtener la vacuna, de hecho apareció años antes en un laboratorio de los Institutos Nacionales de Salud, donde un científico estadounidense llamado Barney Graham estaba en busca de un logro médico muy ambicioso.

Durante años, Graham buscó una clave para desentrañar las vacunas universales: planos genéticos que se pudieran usar en contra de cualquiera de las dos docenas de familias virales que infectan a los humanos. Cuando surgiera un nuevo virus, los científicos simplemente iban a ser capaces de modificar el código y hacer una vacuna al poco tiempo.

En 2016, mientras realizaban investigaciones sobre el síndrome respiratorio de Oriente Medio, conocido como SROM, Graham y sus colegas desarrollaron un mecanismo para intercambiar un par de aminoácidos en la proteína pico del coronavirus. Se percataron de que esa pizca de ingeniería molecular se podía usar para desarrollar vacunas efectivas en contra de cualquier coronavirus. El gobierno, junto con sus colaboradores de Darmouth College y el Instituto de Investigación Scripps, registró una patente, la cual será expedida el 30 de marzo.

En enero de 2020, cuando los científicos chinos publicaron el código genético del nuevo coronavirus, el equipo de Graham tenía listo su recetario.

En unos pocos días, le enviaron por correo electrónico el plano genético de la vacuna a Moderna para comenzar la producción. Para finales de febrero, Moderna había producido suficientes vacunas para realizar ensayos clínicos dirigidos por el gobierno.

No se sabrá en meses o años quién exactamente tiene las patentes de cualquiera de las vacunas. Sin embargo, ahora queda claro que varias de las vacunas de la actualidad —entre ellas las de Moderna, Johnson & Johnson, Novavax, CureVac y Pfizer-BioNTech— dependen del invento de 2016. De esas vacunas, tan solo BioNTech le ha pagado al gobierno estadounidense para otorgar licencias de la tecnología.

Los abogados de patentes y los defensores de la salud pública aseguran que es probable que otras empresas tengan que negociar un acuerdo de licencias con el gobierno o enfrentar la posibilidad de una demanda por miles de millones de dólares.

Los Institutos Nacionales de la Salud se rehusaron a comentar sobre sus negociaciones con las farmacéuticas, pero señalaron que no anticipaban una disputa por una violación de la patente.

En mayo, los líderes de Pakistán, Ghana, Sudáfrica y otros países pidieron el apoyo de los gobiernos para respaldar una “vacuna del pueblo” que pudiera fabricarse con rapidez y distribuirse de manera gratuita. Instaron al órgano rector de la OMS a tratar las vacunas como “bienes públicos mundiales”.

El gobierno de Trump se apresuró a bloquearlo. Decidido a proteger la propiedad intelectual, el gobierno señaló que pedir un acceso equitativo a las vacunas y los tratamientos enviaba “el mensaje equivocado a los innovadores”.

A final de cuentas, los líderes mundiales aprobaron una declaración moderada que reconocía la inmunización exhaustiva —no las vacunas— como un bien público mundial.

Ese mismo mes, la OMS lanzó el acceso mancomunado a la tecnología y les pidió a los gobiernos que en sus contratos para adquirir fármacos incluyeran cláusulas que garantizaran una distribución equitativa. Sin embargo, las naciones más ricas del mundo ignoraron la solicitud de manera categórica.

En Estados Unidos, la Operación Máxima Velocidad, un programa del gobierno de Trump que financió la investigación para las vacunas en Estados Unidos, desembolsó más de 10.000 millones de dólares en empresas seleccionadas con cuidado y absorbió el riesgo financiero de llevar una vacuna al mercado. Los acuerdos se produjeron con algunas salvedades.

Grandes porciones de los contratos están tachadas y algunas permanecen secretas. No obstante, los registros públicos muestran que el gobierno usó contratos inusuales que omitieron su derecho a adquirir la propiedad intelectual o influir en el precio y la disponibilidad de las vacunas. No dejaban que el gobierno obligara a las empresas a compartir su tecnología.

En comparación, una de las financieras sanitarias más grandes del mundo, la Fundación Bill y Melinda Gates, exige un acceso equitativo a las vacunas en los subsidios que otorga.

Durante meses, Estados Unidos y la Unión Europea han bloqueado una propuesta de la Organización Mundial de la Salud que dispensaría los derechos de la propiedad intelectual para las vacunas y los tratamientos para la covid-19. La solicitud que propusieron Sudáfrica e India con el apoyo de la mayoría de las naciones en vías de desarrollo ha quedado empantanada en audiencias procesales.

“Cada minuto que pasamos en un punto muerto en la sala de negociaciones, hay gente muriendo”, comentó Mustaqeem De Gama, un diplomático sudafricano involucrado en las conversaciones.

Sin embargo, en Washington, los líderes siguen preocupados de que se pueda socavar la innovación.

Durante la campaña presidencial, el equipo de Biden reunió a los más importantes abogados especializados en propiedad intelectual para encontrar la manera de aumentar la producción de la vacuna. Una vía era usar una ley federal que permite al gobierno tomar la patente de una empresa y dársela a otra para aumentar el suministro. Según exasesores de la campaña, el campamento de Biden no lució entusiasmado frente a esta propuesta y otras que pedían un mayor uso de sus facultades.

En cambio, el gobierno ha prometido dar 4000 millones de dólares a Covax, la alianza global para la distribución de la vacuna. No obstante, Covax busca vacunar tan solo al 20 por ciento de los países más pobres del mundo este año y enfrenta un déficit de 2000 millones de dólares tan solo para lograr ese objetivo.

Por: Selam Gebrekidan y Matt Apuzzo / The New York Times

Creado Por
The New York Times
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