Ciudades de cristal

Mar, 05/07/2011 - 17:15

Leí por primera vez “Ciudad de cristal” en 2006. Era el segundo libro que leía de Auster, después de “El país de las ultimas cosas”. El buen sabor que me dejó este último hizo que busc
Leí por primera vez “Ciudad de cristal” en 2006. Era el segundo libro que leía de Auster, después de “El país de las ultimas cosas”. El buen sabor que me dejó este último hizo que buscara más libros de él. La famosa “Trilogía de Nueva York” era nombrada en toda biografía o reseña que leía. Así que era inevitable seguir por ahí. En ese entonces no había libros de bolsillo con las tres novelas reunidas, sino que cada una de ellas estaba por su cuenta. Pequeños libros, del formato anterior de Anagrama, delgados y poco sobresalientes en las librerías. Compré “Ciudad de cristal” y lo leí a los pocos días. La impresión general fue de asombro y extrañeza. Una historia un poco bizarra sobre detectives y niños salvajes. Muchas teorías en el medio, mucho blablablá, muchas páginas que uno pasa bostezando y con la atención en otro lado. Luego descubrí otras novelas de Auster y me enamoré de él, pero aún estaba la deuda de terminar de leer la trilogía completa. La segunda vez que leí “Cuidad de cristal” fue gracias a esos descubrimientos afortunados que se hacen en las librerías. Caminado por el centro entré a la Lerner y vi la misma edición de bolsillo que ya se veía en la librerías con las tres novelas reunidas, pero esta vez en pasta dura. La compré sin dudarlo y la comencé a leer casi de inmediato. No me importó volver a leer “Ciudad de cristal”, lo hice y luego seguí con las otras dos. La impresión esta vez fue un tanto diferente. Ya llevaba unos cuantos semestres en la facultad de filosofía, así que aprecié mucho mejor la novela. Aprecié sobre todo las reflexiones que hace el narrador y los personajes sobre el lenguaje y aquel niño que es encerrado por su padre en una habitación oscura durante siete u ocho años, esperando, en su locura intelectual, que el niño comience a hablar el lenguaje de Dios. Seguí con las otras dos novelas maravillado y muy feliz. Sin embargo aún me saltaba una pregunta. ¿Por qué se llamaba la “Trilogía de Nueva York”? Sí, era obvio, las novelas ocurren en esta ciudad y sus personajes se fusionan con ésta de una forma casi perfecta. Sin embargo, todas estas cosas son leitmotivs del universo austeriano. En todas las novelas de Auster sale Nueva York y en todas sus personajes viven la ciudad de una forma especial. Si todo se remitiera es eso, toda su obra sería “de Nueva York” o “sobre Nueva York”. La pregunta sigue vigente aún. Leí por tercera vez “Ciudad de cristal” hace apenas unos días. Esta vez en inglés, en esa edición que Pinguin sacó hace poco sin cortar. Con el borde de las páginas irregular y poco fino. Comencé “Ciudad de cristal” una vez más pero con otros ojos. Los ojos de quien ya ha estado en Nueva York así sea por unos pocos días. Alguien que comprende la magnitud de Manhattan, que comprende su complejidad y encanto (tal vez sean un poco atrevidas estas palabras, que alcanza apenas a comprender todo lo que engloba esta ciudad). Comprendí que la novela no es más que un remake contemporáneo del Quijote. Pero un remake anunciado dentro de la misma historia. Daniel Quim (que comprarte las mismas iniciales de Don Quijote) es un escritor en desgracia que sumido en ella sólo escribe novelas de detectives. Escribe a razón de una por año. En todas ellas aparece el mismo detective y Quim se fusiona con él. Vive su vida en cuanto la escribe. Pero la novela comienza cuando por un accidente fortuito él mismo se convierte en detective privado, él mismo se convierte en su alter ego literario. Imitando, sin siquiera saberlo a Don Quijote. Y luego, al contrario que éste ultimo, se vuelve loco. Primero cuerdo y luego loco, pero bajo el mismo patrón, queriendo ser lo que no es, lo que anhela pero no alcanza. Pierde su cabeza como Don Quijote la pierde al leer los libros de caballería. La pierde y se vuelve un vagabundo. Un homeless desesperado, luego un homeless resignado que se funde con la ciudad en medio de la locura. Una vez entendí esto, un pasaje se convirtió en la pieza clave para comprender la naturaleza neoyorquina de la novela. Quim sabe que su caso está perdido, sin embargo busca un solución desesperada. Mientras la encuentra camina Manhattan de arriba abajo. De un lado a otro, de Uptown a Donwtown, luego se devuelve a Midtown y allí, cerca de las Naciones Unidas, saca aquel ya famoso cuaderno rojo y escribe unos cuantos párrafos liberándose por un momento del caso. Ya no escribe sobre éste, escribe sobre Nueva York. Pero lo que describe como la esencia de la ciudad no son sus edificios y luces deslumbrantes, sino las personas sin hogar que vagan de un lugar para otro sin importar lo lujoso que sea al barrio. Estamos hablando de finales de los 70. Vagabundos entregados a su propio mundo. Locos que viven en sus ideas. Genios a veces, músicos que lo sorprender con su genialidad académica. Es la esencia de la ciudad, dice. Y él va, después de escribir esto, y se convierte lentamente en uno de ellos. Un don Quijote contemporáneo que no persigue el sueño de convertirse en un caballero andante, sino un escritor de historias policiacas que se vuelve detective y pierde la cabeza. Ahora como un vagabundo, encerado dentro de las calles y edificios inmensos de la ciudad. Se pierde en ella, como tantos otros. Una ciudad donde los habitantes que la definen no son más que Quijotes contemporáneos. Locos encerrados en una jungla verdadera de concreto y acero. Y sí, es maravilloso. La escancia neoyorquina es esa, dice novela, y por eso su nombre al fin y al cabo. Una ciudad frágil, de cristal, cuyos habitantes no son más Quijotes. Ahora vas a Nueva York y no hay ni uno de ellos. Ningún homeless al que fotografiar. Desde los noventa, pero sobre todo en la ultima década, se los fueron llevando lentamente en camiones. ¿Qué queda entonces de aquella Nueva York de los años 70? ¿De la Nueva York de “Ciudad de cristal”, la misma que Mick Jager describe en el álbum “Some Girls”? Poco, queda poco, tal vez sólo una máscara que a pesar de ello vale la pena mirar y contrastar con Brooklyn antes de que se termine de aburguesar. Aún las ciudades sórdidas tienen más brillo que las impolutas. Las ciudades con Don Quijotes, clochards que la habitan en completo silencio o gritando insensateces. Es algo que me agrada de Bogotá, que es sórdida, tal vez sin estilo, pero sórdida al fin y al cabo. Me gusta soñar a Bogotá como una pálido reflejo de Nueva York de esos días. Lo hago, pero aún así muevo la cabeza de un lado para otro mientras voy por ella, tal vez eso sea parte del mismo sueño. @afharnache PD: Pueden leer en este link las impresiones, complementarais a este post, que escribí sobre la novela Chronic City de Jonathan Lethem: Chronic City (reseña)
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