Creo que ambas perspectivas tienen razón: tanto la que defiende el graffiti como expresión artística y cultural válida, como la de aquel que cree que hay mucho de vandalismo en ese poco de garabatos que se ven escritos por todas partes a lo largo y ancho de la ciudad. Me parece sin embargo, que hizo bien la administración del alcalde Petro en habilitar el corredor de graffitis a lo largo de la Calle 26, pues es tan buena la idea que ya existe un graffiti tour (ingeniado, como no, por un extranjero). Algunos de estos trabajos me recuerdan, y creo que no tienen mucho que envidiarles, los maravillosos murales y graffitis que se encuentran en la zona de Tacheles en Berlín, o el famoso arte callejero del ecléctico barrio Mission de San Francisco.
Cómo negar el valor de algunos elaborados murales que se encuentran también en La Candelaria, o a lo largo de la Carrera 30 ó en la calle 5a, en Bogotá, donde se expresa al mismo tiempo el país moderno, el país de rostro desgarrado y sufrido, de manos suplicantes y alguna que otra felicidad insinuada en una sonrisa leve o un beso famoso.
Pero tampoco se puede negar que resulta penosa la apariencia de Bogotá con el montón de garabatos que ensucian las principales avenidas de la ciudad, pues pareciera que no existiera un solo muro o una sola puerta en la que no estuviera escrito algún mamarracho, porque graffitis no son, que interpreto como una especie de firma de algún insensato egocéntrico que impunemente se arrogó el derecho a enmugrar el paisaje urbano, sin tener la delicadeza de preguntar al propietario del inmueble si está o no de acuerdo con dicha expresión de ¨arte¨. El resultado es que calles como la 30, la Avenida Rojas, la 68, la Boyacá, la 100, la Novena, la 15, incluso algunos pasajes de la Séptima, que son las calles que transito cuando voy a Bogotá, aunque sospecho que la mayoría de las principales avenidas sufren del mismo mal, se ven sucias, como obra sin terminar, que afean el paisaje y no transmiten la armonía, ni la paz, que las cosas en orden usualmente irradian.
La pregunta es entonces ¿cómo controlar a estos desadaptados? Ciertamente no a tiros, como decidió hacerlo un criminal y despistado policía hace unos meses en Bogotá. Tal vez deberían obligarlos a realizar trabajos comunitarios, limpiando las mismas paredes y las mismas puertas que con tanto entusiasmo usan con sus sprays , o tal vez pintarles las puertas y ventanas de sus viviendas con uno de esos garabatos, para que escarmiente en casa propia ¨lo bonito que se ven¨ una vez terminados.
Noto, eso sí, que en los graffitis de hoy las ideas se transmiten con figuras y rostros de dimensiones métricas, llenos de colores y elaboración, que seguramente toman días en terminarse. Muy distintos a aquellas frases geniales, cortas y precisas, que alcanzaban a expresar un mundo entero y que capturaron toda mi atención cuando aún no terminaba mi bachillerato, y que además, según entiendo, eran la idea original del graffiti del siglo XX. Descubrí el famoso ¨prohibido prohibir¨ cuando leía acerca de Mayo del 68, y el ¨nos propusimos fracasar, y fracasamos en el intento¨ cuando mi padre me compartió algunas revistas de poetas nadaistas colombianos y que vi en muchos muros al ingresar a la Universidad Nacional.
Allí, por supuesto, descubrí el graffiti político en su máxima expresión. Frases jocosas como ¨Caifás con el Villegas del préstamo beca¨ , ¨los feos somos más¨ o apologías al maoísmo, leninismo, marxismo, senderismo, taoísmo, Che-ismo y mamertismo, se encontraban por doquier en el hermoso campus blanco y verde de la querida Nacho. No todo era política por supuesto, graffitis como ¨La causa de amarte desde siempre, es el efecto de morirme lentamente ¨ o ¨hemos dejado pasar la tarde, para morir en silencio¨ por ejemplo, me acompañaron durante algunos flirteos universitarios y noches de bohemia.
Pero fue tanto mi interés por los graffitis que llegué a coleccionar cerca de 300, la mayoría recogidos en muros de avenidas de las ciudades que visitaba (esa colección debe estar olvidada en algún cajón perdido en casa de mis padres). Así mismo, convencí a Ricardo R y a Carlos G, dos entrañables amigos de infancia, a acompañarme a escribir un graffiti en alguna pared bogotana. Duré cerca de un mes pensando que escribir, y aunque no lo recuerdo exactamente, me decidí por un extracto del capítulo 7 de La Rayuela de Cortázar.
Justo una semana antes de iniciar mi carrera universitaria, Ricardo logró conseguir prestado el fabuloso Renault 12 de su mamá, en el que salimos a cumplir nuestra misión a la medianoche de un viernes claro y frío de Agosto. Nos tomó cerca de una hora encontrar el muro que necesitábamos, pero allí estaba: recién pintado, blanco y virgen, como lo hubiera deseado el mejor de estos artistas callejeros. Nos dividimos las tareas: yo escribiría, Ricardo en el volante mantendría el carro encendido y Carlitos velaría por nuestra seguridad. Dimos varias vueltas a la manzana, buscando el momento indicado, sin tráfico, sin policías, sin transeúntes. El momento llegó y nos parqueamos en el punto indicado. Todavía hoy no me lo explico, pero tan pronto nos detuvimos Ricardo no solo decidió bajarse del carro, sino que me arrebató el spray de pintura negra que habíamos comprado horas antes, y salió corriendo hacia nuestro objetivo. Yo solo atiné a moverme hacia el volante pensando en la necesidad de un escape raudo y a abrir la puerta trasera en caso de que Ricardo necesitara lanzarse adentro del carro; Carlitos, mustio e impávido, solo atinó a quedarse sentado en el asiento trasero del Renault. Me olvidé por completo del graffiti y me concentre en la seguridad de Ricardo, miraba hacia las cuatro esquinas, rogando que ningún policía apareciera de repente, y que terminará pronto ¨la operación¨. Su rostro sudoroso y sus manos untadas de pintura se acercaron corriendo al carro, al que se lanzó asustado y diciendo -nos vamos-. Y nos fuimos. Nos enrutamos de regreso a casa sin mirar atrás, sin leer, convencidos de que alguien nos había visto o nos estaba siguiendo, el camino se nos hizo eterno, pero arribamos a nuestro barrio sin novedad.
Al día siguiente fuimos a revisar nuestra obra de arte, serían como las cinco de la tarde cuando en frente de nuestro muro Ricardo se echo a reír; Carlos y yo, no lo podíamos creer. Nuestra aventura poética-alternativa había terminado en tres palabras, pues lo único que se le ocurrió escribir fue MAMA ESTA PRESA, así no más, en mayúsculas y sin tildes, al muy canalla.
La historia de un graffiti tour por Bogotá
Mar, 27/08/2013 - 01:19
Creo que ambas perspectivas tienen razón: tanto la que defiende el graffiti como expresión artística y cultural válida, como la de aquel que cree que hay mucho de vandalismo en ese poco de garabat