Las noticias en Colombia son una sucesión de escándalos sin solución de continuidad. Ser colombiano implica entre otras cosas levantarse y acostarse a diario estrenando algarabía mediática. Por esta razón, el oficio de periodista en este país no consiste tanto en producir noticias como en intentar administrar su desmesura. Pero la plétora de material no está exenta de problemas. La velocidad con que circula la información muchas veces impide que sea bien procesada y los columnistas, en medio de este frenesí noticioso, cumplimos una función de depuración y racionalización de datos mediante la reflexión que nos permite la calma de nuestros escritorios, en contraste con el delirio que caracteriza las oficinas de los editorialistas.
Ocurrió la semana pasada con la historia del “chamán”contratado con dineros públicos por la Fundación Teatro Nacional para evitar la lluvia durante la clausura del Mundial Sub 20 de fútbol. Para empezar, Jorge Elías González no es un chamán sino un charlatán (entiendo que la proximidad ortográfica se presta a la confusión), esto es, un individuo que asegura poder manipular el clima con base en la utilización de instrumentos como péndulos, varillas u horquillas que amplían su capacidad de magnetorrecepción, actividad a la que se le conoce como “radiestesia” y figura en la larga lista de pseudociencias. Los chamanes en cambio son personas que se atribuyen facultades sobrenaturales curativas, de adivinación y espiritismo, y gozan de un rango social privilegiado en algunos grupos indígenas, es decir, pertenecen a otra especie taxonómica de charlatanes que al menos resulta más simpática, en especial cuando sus servicios no son cubiertos con nuestros impuestos. La extrapolación del término sin embargo no sorprende en un país donde decirle “indio” al prójimo –a pesar de que todos lo somos- es una de las mayores manifestaciones de desprecio.
La ironía también pelechó gracias al escándalo. Muchos aseguraron que la diferencia entre González y el resto de los contratistas del Estado colombiano es que el primero cobra menos y cumple con el contrato (recordemos que durante la clausura del evento el pasado 20 de agosto no llovió). Pues bien, es una obviedad que González no cumplió el objeto contractual por la sencilla razón de que era imposible hacerlo. En la teoría del contrato, tanto privado como estatal, uno de los requisitos de su objeto es que sea “posible”. El Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible podría contratarme, digamos, para que desvirtuara la profecía maya evitando el fin del mundo en 2012, y muy seguramente yo estaría feliz cobrando el 1 de enero de 2013 el cheque por los mil milloncitos de dólares de la cuantía contractual (seamos razonables: la prestación no es anodina e incluso ameritaría que los demás países del mundo, o en su defecto la ONU, contribuyeran a sufragar los costos de mi talento psíquicoanti-apocalíptico).
De otra parte, las obligaciones pueden ser de medio o de resultado. Yo como abogado no podría comprometerme con un cliente como Andrés Felipe Arias a que fuera declarado inocente en el proceso penal que se adelanta en su contra. No tanto porque me repugna defender “impolutos” como porque no soy El Milagroso y los resultados de cualquier sistema judicial son esencialmente imprevisibles. Cosa distinta ocurrió cuando a los Nule les adjudicaron las obras de la 26, dando lugar a una obligación de resultado que consistía en entregar terminada la vía.
Luego vino la desafortunada analogía del caso de González con el oratorio católico patrocinado por Ordóñez en las instalaciones de la Procuraduría. No cabe duda de que la adecuación de centros de oración católica en entidades estatales con dineros públicos constituye una violación flagrante de la laicidad del Estado que ordena la Constitución, y podría defenderse que por lo tanto tiene un objeto ilícito. Pero el contrato de obra para su construcción es perfectamente realizable.
Robert King Merton, el máximo exponente de la escuela sociológica funcionalista, se hizo célebre por su estudio de la “danza de la lluvia” entre grupos primitivos. Su descubrimiento consistió en explicar que aunque el baile no era idóneo para provocar la lluvia, tenía una “función latente” de cohesión en el grupo que le permitía afrontar con mayor optimismo las épocas de sequía. Supongo que, mutatis mutandis, la función latente del contrato con González era compensar la mediocridad del espectáculo de cierre del evento con el buen clima y así aumentar la “cohesión” de los organizadores.
Si existiera un índice mundial de irracionalidad ciudadana, falta de sentido común y ausencia de elemental noción de la probabilidad, seguramente Colombia se disputaría el primer lugar con países como Haití y Cuba, donde el vudú y la santería siguen siendo el esquema corriente de interpretación de la realidad. El caso del mal llamado chamán no solo es sintomático del estado de postración en que se encuentra la contratación estatal, sino del alarmante nivel de imbecilidad supersticiosa que prima en el país.
Twitter: @florezjose
Superstición