Un país que se cansó de llorar a sus muertos por muchos años. Un país que se cansó de llorar sus fracasos cuando estaba a un tris del triunfo. Un país que hasta con la alegría hizo lágrimas. El silencio, el hastío y el tropel, también fueron motivo de llantos incontenibles.
Después, no hubo más lágrimas.
El Congreso que nunca debatía cosas trascendentales. El Consejo de Ministros dejó a un lado los crucigramas complejos de siempre. El Presidente interrumpió sus incursiones anónimas en las redes sociales. Los gremios económicos con su ego de troglodita entraron en abstinencia. La prensa sumergió en agua helada su espada llameante. Los actores de la guerra no le encontraron sentido a su sinsentido y cubrieron de óxido sus fusiles. Los funerales se volvieron simples actos notariales donde lo único húmedo eran las tintas con las que bañaban los sellos sepulcrales.
En esas circunstancias el país volcó su preocupación hacia el tema y destinó gran parte de sus esfuerzos a descubrir la causa del problema. ¿Qué hace un país cuando sus habitantes no pueden producir lágrimas? ¿Qué ministerio se ocupa de esos asuntos? ¿Se declarará la emergencia nacional?
El sin sentido de la muerte porque nadie vertía lágrimas que en acuoso festejo allanaba el camino a otras moradas desconocidas. Los cementerios se integraron a la geografía urbana como nuevos barrios donde no se distinguían los vivos de los muertos. La felicidad se encogió tanto porque no hubo llantos para sentirse afortunados por encontrarla en tan esquivo itinerario. Las lágrimas que alcanzaron a preservarse fueron las que la poesía atrapó en versos insondables: buenos algunos, malos, bien malos otros, pero se volvieron el único espejo para verse reflejados como eran antes los humanos de este país sin lágrimas.
Una vida sin lágrimas era una alegoría para anhelar la dicha cuando todavía se vertían lágrimas. Ahora, sin lágrimas que poder derramar, se deseaba aquella vida de sufrimientos y gozos como misterios místicos ordenados de manera secular. La impotencia por no poder llorar se volvió una calamidad nacional y la salud pública se vio amenazada al no haber respuesta efectiva de parte del establecimiento. Ni modo de echarse a llorar por eso. No había con qué.
Hasta ese momento pocos o nadie habían reparado su composición química: 98,3% de agua y el resto entre glucosa, proteínas, sodio y potasio. El líquido salobre se había convertido en una obsesión para los arqueólogos lacrimales (un nuevo oficio aprobado por ley del Congreso para los menesteres).
En las escuelas y colegios se enseñaba la cátedra de “historia lacrimal” para no borrar de la civilización los momentos en los que el llanto era necesario. Los niños y niñas recitaban en oración monástica el estribillo: “El trayecto de la lágrima se divide en dos partes: secreción y drenaje…” Términos como fórnix y carúncula se volvieron de común uso en ese lenguaje de la nostalgia que los humanos inventamos para mantenernos vivos por el miedo al futuro
“Tengo ganas de llorar” fue una frase que todos y todas querían oír entre el tumulto de zombis urbanos, en los estadios repletos de fanáticos sin llanto, en los buses apretujados de hombres sin piel y sin lágrimas; nadie la pronunció. No hubo lágrimas.
El valle de lágrimas de los cristianos fue desterrado de las liturgias rutinarias. Los sufrimientos se volvieron secos y estériles al no haber lágrimas corriendo como ríos de lágrimas que iban a dar al mar de lágrimas, que es el morir. Las parejas pactaron una tregua infinita hasta tanto no retornaran las lágrimas para conmover entre artimañas y tretas. Los melodramas se convirtieron en cuentos infantiles, sin lágrimas que derramar para la amada puesta a prueba por las argucias del libretista otrora llorón.
De nada valieron los esfuerzos mancomunados de todo un país para volver a producir lágrimas. Hombres de ciencia y fe no pudieron con el cometido. Este país ya no volverá a llorar. Pronto se acostumbrará a la indiferencia que produce la ausencia de llanto.
Coda: A veces escribir estas cosas cuesta unas cuantas lágrimas, de sólo pensar que ya estamos casi viviendo en ese extraño país que aprendió a desterrar las lágrimas.