El exrector de la Universidad Javeriana ha planteado una interesante mirada a la ética. Él pone en evidencia lo común que la palabra ética se ha usado para un efecto purificador y mágico en su uso cotidiano. Por ejemplo, para hacer la hoja de vida “Soy una persona ética”; para promover una empresa o una institución “Procedemos con principios éticos”; para justificarse ante el juez o el tribunal: “Toda la vida he tenido un proceder ético”. Y es que en realidad no hay institución social, política o religiosa que pretenda tener la aceptación social y no tenga una “Comisión de ética”. La palabra ética parece purificarlo todo de manera mágica.
Pero, en síntesis, el Padre Remolina asume que la ética no es simplemente una colección de principios, fruto de una reflexión personal o colectiva, sino de una forma de proceder acorde con la “dignidad” de la persona humana. Es ético lo que nos hace crecer personal y colectivamente en nuestra dignidad de seres humanos. No es ético todo lo que destruya, degrade o disminuya nuestra “humanidad”; lo que vulneren el respeto a la inviolabilidad de la persona de los demás y de nosotros mismos. Y es que aquí donde es importante distinguir entre “principios”, “valores” y “convicciones”.
Los “principios” son proposiciones, o formulaciones teóricas, que expresan un determinado modo de proceder, bien sea físico, espiritual o moral. Por ejemplo, la ley de la gravitación de los cuerpos, las leyes de un determinado país y las normas de conducta ciudadana, de urbanidad y cortesía son principios, es decir, proposiciones teóricas dirigidas directamente a la razón. También son principios las fórmulas que expresan imperativos para la acción: “No matar”, “No robar”, “No levantar falsos testimonios”, “No mentir”. Nadie quiere aparecer ante los demás como un infractor de esos principios, sino como una persona que los respeta. Si pasa lo contrario, se vulnera la dignidad propia y de los demás.
Soren Kierkegaard afirmaba que algo puede ser “verdadero” y al mismo tiempo no ser “válido”. Porque algo “válido”, es decir, “vale”, es un “valor” cuando uno se lo aprovecha, lo hace suyo, lo imprime en su afectividad y se identifica con él, y lo mueve efectivamente a la acción; es entonces, cuando el “principio” se convierte en “valor”. Los principios son necesarios en cualquier sociedad y, por consiguiente, en cualquier forma de organización, porque el ser humano es ante todo un ser racional.
Los “valores” consisten, pues, en un dinamismo que liga la razón con la voluntad a través de la afectividad o, si queremos, en otros términos, son aquellos que hacen vibrar al hombre con los “principios”, de tal suerte que producen su identificación con ellos. La dimensión afectiva, por consiguiente, juega aquí un papel determinante y convierte los principios en voluntad eficaz de acción. Cobra entonces su significado profundo la expresión del filósofo Rudlolf Lotze: “Los valores no son, sino que valen”.
Y las “convicciones”. Se podría decir que se ubican entre el “principio” y el “valor” y son su intermediario. La convicción es una persuasión, un convencimiento teórico y afectivo con relación a un principio. La convicción, según el filósofo Karl Jaspers, es fruto no dé la razón en general, -la que es válida universalmente para todos-, como la matemática o las ciencias positivas; la convicción es fruto del espíritu, es decir, de esa dimensión que está más allá de la sensibilidad y la razón, que es inspiración y creación. La convicción es algo que se apodera de nosotros, es aquello de lo cual vivimos y por lo cual estamos dispuestos a jugarnos la vida.
En síntesis: El “principio” mueve la razón, el “valor” mueve la estructura afectivo-activa, y la “convicción” mueve la totalidad de la persona hacia una identificación con el principio. El ideal es que los principios se conviertan en convicciones y las convicciones en valores.