A la una de la tarde, bajo un sol ardiente que tuesta las piedras, 16 hombres robustos se pelean el honor de meterle el hombro al pedestal donde pondrán cargar al único Jesucristo negro de Colombia, el milagroso de la antigua Villa de Takasuan. De sus virtudes curativas se habla desde 1634, cuando fue traído de España por el gobernador del estado soberano de Bolívar, Benito Figueroa. El ritual del bajamiento del santo milagroso ha comenzado en medio de un intenso olor a incienso y un abigarrado comercio, que va desde una bolsa de agua que cuesta $500 hasta un santo labrado en fina madera. Las inmensas filas para llegar hasta el santo le dan varias vueltas a la manzana y los centenares de buses, venidos de todas partes, congestionan las angostas calles.
El milagroso de la Villa tiene una especie de magia. Los sábados se ven levantarse mancos y patulecos y una cruz gigantesca formándose en las nubes. La silueta del más grade de todos, con su cruz al hombro, se cortaba sobre el caballete de la casa más vieja de la calle enlodada, sobre las palmas derretidas por un sol de plomo, pesado, rasquiñoso, que picaba en la piel. La muchedumbre gritaba “¿quién es el que brilla?”. Y los otros contestaban “¡el negrito de la Villa!”. Y arriba, sobre el caballete de la casa de palma desgastada, las nubes formaban un cuadro abstracto. Y era tanta la fe de esa muchedumbre que veían al Mesías como si fuese cine. Los feligreses fervorosos, llegados de distintas partes de Colombia y muchos de Venezuela, caminan hasta tres horas, unos de frente, otros de espalda, mientras la efigie de un Cristo moreno irrumpe en lo más alto de la calle, sobre un cielo dolorosamente azul.
El Cristo está en el municipio más extenso de Sucre y uno de los más grandes de Colombia. El sábado 19 de marzo por la tarde empieza la romería. Después de Sampués, la gente sale de sus parcelas a lo largo de la carretera sin nombre y se prepara para los dos días de fiesta. Se hacen en cambuches y en matojos improvisados. Allí cocinan en la orilla de las cercas alambradas y allí duermen con fogatas, para esperar a los buses de la víspera. Se estima que unos cinco mil vehículos, la mayoría buses, llegan a San Benito Abad dos veces al año, el 14 de marzo y el 24 de septiembre, para la bajada y subida del santo. Y aquí, un poco más allá de Sampués, la gente pobre, pescadores que ya no pescan por la sequía de las ciénagas, campesinos sin parcela o desempleados, amas de casa, niños, jóvenes y ancianos, se abalanzan apenas ven los buses en la orilla. Los vehículos no se detienen y desde las ventanillas empiezan a volar blusas, camisas, zapatos, dulces, muñecas, carritos y bolsas que la gente recoge y almacena. Los regalos de los feligreses que van a la Villa son llevados a sus barrios, parcelas y vecindarios, donde son distribuidos. Con esto se visten el resto del año. Acostumbrados a estas limosnas, los pedigüeños se ven mustios, cadavéricos, miserables, llenos de moho y de olvidos.
El Cristo de San Benito Abad genera una romería dos veces al año que ha hecho pensar a la alcaldía en construir un hotel sólo para este propósito.
Con esta especie de fiesta deportiva y tradicional, que pudo haber comenzado hace unos cuarenta años, se inicia el peregrinaje a la Villa. La polvareda de la carretera, sacudida por la gran afluencia de carros y las dificultades locativas, parecen hacer parte de la manada, del ritual que dos veces al año hacen miles de personas que recibieron favores del milagroso y regresan a pagar sus promesas. Se trata de un santo que cura sin vegetales, sin tomas, sin inyecciones y sin pastillas. Los dolientes sólo utilizan la fe. Es un santo ‒y valga la comparación muy respetuosa‒ que tiene más convocatoria que Diomedes Díaz cuando lo era. Cada devoto llega en la víspera con una historia de sanidad diferente, pero que coinciden en la fe. Otros llegan por la cura. Un muchacho del Atlántico se paró de su silla de rueda tres veces, una de ellas para treparse por la cruz hasta besar los pies del milagroso, en medio de la multitud rabiosa que gritaba SÍ SE PUEDE, SÍ SE PUEDE, SÍ SE PUEDE. A veces el ritual se volvía un poco carnavalesco, porque lanzaban agua para refrescar la caminata. Voluntarios llevaban tanques en los hombros, la gente introducía sus trapos, camisas, suéteres y se empapaba para refrescarse. La temperatura rayaba los 40 grados.
Un niño de ocho años gateó sobre el duro pavimento mojado después de una incapacidad de nacimiento. Hay gente sin muletas desde el altar, construido en 1964 para honrar la memoria del santo. A la par del fervor marcha la economía. Los niños han empezado clases en febrero, muchos sin zapatos y sin cuadernos, pero con el circulante de estos días, ya el martes sus papás podrán proveerlos de los utensilios. Aunque llega mucha gente de afuera, como en las corralejas, a vender de todo. Quienes más se benefician de estas ferias religiosas son los oriundos. Se vende agua a raudales, en bolsa, comida, algodón, crucifijos, recordatorios, ramos de palma, incienso, mirla, pan, patilla, toallas, llaveros, videos de las procesiones anteriores y mercancía de todo tipo. Incluso un culebrero, como agente del Diablo, entretenía a centenares de personas, al jugar con tres culebras de cascabel enrazadas con mapaná rabo seco.
San Benito Abad es por estos días un pueblo azaroso, que se apretuja tras la basílica menor, declarada monumento nacional mediante ley 571 de 2000. En medio de la informalidad, recobra vida tras la historia del milagroso, que se apareció en 1634, cuando los españoles lo instalaron en la basílica, de elegante estilo gótico y colonial. Su historia se pierde entre la leyenda y el mito. Algunos dicen que fue obra de los nativos, de gran arraigo religioso antes que llegaran los españoles. Otros dicen que un hombre que llegó alguna vez alquiló una casa y no lo vieron más. Sólo se oía el repiquetear de serruchos, formones y clavos. Después el movimiento de trabajo se paralizó. Tras el silencio extraño fueron a ver y ya el tipo no estaba. Allí encontraron los Cristos de una belleza extraña, de ébano, que han resistido todas las pruebas de fe en el tiempo, como si en cada jornada recobraran vida. En su nicho, el que está en una especie de garita circular, parece sudar entre los vidrios que lo protegen. La gente entra por una escalera y sale al otro lado, después de una fila de muchas horas, entre el sudor, el ardiente sol y los empujones. Otros han madrugado. Allí dejan monedas y billetes, fotografías y peticiones por escrito, después suben unos peldaños y a través de una ventanilla puede introducir la mano y pasar un algodón por los pies crucificados del Cristo moreno. Quienes no alcanzan sus pies pueden lustrar sus algodones en el vidrio. Ese algodón queda bendecido y es guardado como cura para cualquier dolor o enfermedad.
El peregrinaje con el Cristo de San Benito Abad es una fiesta que se celebra hace más de cuarenta años.
Para llegar hasta sus pies y pasarle unos algodones ‒que afuera valen $1.000 y en una tienda normal $200‒, los feligreses han peregrinado por una carretera que se convierte en un desafío para la promesa. Después de vencer los sesenta kilómetros de escalerillas y polvos, los visitantes saben que llegaron, porque en la planicie del Valle de Takasuan se divisan las torres de las comunicaciones y se transita por un poco de pavimento. O sea, que se pavimentó un tramo después de Sampués y otro antes de llegar a la Villa. El pueblo azaroso, como en las películas del Oeste, no se aparta ante el ímpetu y el paso de los carros, que llenan las calles y se parquean como pueden. Dos o tres cuadras antes de que se divise la basílica menor, ya es imposible transitar. El olor a incienso se revuelve con el de la patilla recién partida.
Una mujer desengrasa su almuerzo con abundante guarapo y después de una larga conversa, se apresta a contar su historia a un periodista de televisión. Al principio no quería contar, pero después no quiere parar. El Milagroso le salvó a su hermano desahuciado con una enfermedad incurable. Ella vino con una persona que la engañó, porque en medio del enredo de gente se le perdió, entonces una señora la hospedó en su casa. Eso hace parte del ritual, pasar trabajo. Buscar alojo y comida. Muchas personas llegan en excursiones bien organizadas. Otras que son muy humildes traen hamacas y esteras y duermen donde los coge la noche.
De nada valdría organizar estas comunidades para una mejor atención, porque esa experiencia hace parte del ritual y del peregrinaje. Que no sea fácil llegar a la Villa hace parte de la promesa. Quienes reciben sanidad prometen ir mientras vivan y así lo hacen, con religiosidad. Una vez lo hacen por la mamá, después por el hermano o por el hijo, en cadenas interminables de fe.
Es imposible y poco práctico tratar de variar la tradición, dijo Manuel Cadrazco, ex alcalde del municipio. Un hotel no sería viable, porque no alcanzaría para cinco mil personas, y no sería para todo el año, sino por dos días. En su primer mandato, hace diez años, trató de impedir que los buses entraran hasta el centro para controlar mejor el tráfico y beneficiar al peatón. Se hizo un parqueadero a la entrada, pero la gente se quejó, porque les fue mal a los dueños de negocios en el centro.
Ahora es domingo, el día de la procesión. Quienes han logrado meterle el hombro al ritual, se organizan para salir. La nube en la que se dibujó la cruz trata de descomponerse en invierno. Los buses salen poco a poco, se incrementa la polvareda, el pueblo queda solo en medio del reguero de basura y pronto volverá a la normalidad. El ritual volverá en septiembre.